TÉCNICAS
En
primer lugar, hay que crear una sólida alianza terapéutica entre el terapeuta y
la pareja, para luego pasar a algunas habilidades concretas necesarias para la
dirección de una sesión conjunta.
Lo fundamental de la relación terapéutica: Crear “una isla
de seguridad”
La
primera tarea fundamental del terapeuta de pareja consiste en transformar la
sesión de terapia en un “lugar seguro” para la pareja. Es decir, un lugar en el
que ambos miembros de la pareja se puedan sentir física, sentimental e
intelectualmente seguros para expresar en voz alta, compartir y luego analizar
la experiencia que cada uno tenga de su relación. A medida que se empieza a
crear este espacio seguro, el terapeuta puede usar lo que en él surja —por
ejemplo, indicios sobre las transferencias y las proyecciones que actúan en el
matrimonio invisible (SHADDOCK, 2000) entre las dos personas— y también empezar
a modelar una forma distinta de estar juntos: tolerar, asumir, reflexionar y
digerir. Estas actividades de asimilación nos dan espacio para pensar y analizar
nuestras propias reacciones y contratransferencia. Modelamos para la familia
este proceso de crear un espacio en el que revisar ... Ésta es nuestra
aportación a la creación de un espacio mental y emocional en el que ocurren
muchas cosas, que se pueden sentir y de las que se puede hablar, pero sobre
todo en el que se pueden reexaminar las proyecciones (SCHARFF, D., 1989, pág.
429.)
Para
conseguir el cambio, es necesario que primero se produzca esta forma de
estar juntos como pareja en las sesiones de terapia y que luego se extienda a
la vida de la pareja en otros contextos. Al usar la imagen del “espacio
seguro” y delimitar como primera tarea de la terapia de pareja la creación de
“una isla de seguridad”, nos basamos en ideas de la teoría psicodinámica, y
en particular en el concepto de “base segura” de la teoría del apego
(BOWLBY, 1988; MCCLUSKEY, 2005; SABLE, 2000), y en la idea de ambiente
sostenedor de WINNICOTT (1965).
La
teoría de sistemas de la familia señala que la forma en que una relación funciona en un
momento dado es un acuerdo que maximiza los beneficios y minimiza el coste emocional
o la ansiedad para todos los miembros (HOFFMAN, 1981; MINUCHIN, 1974; NICHOLS
y SCHWARTZ, 2001). Por lo tanto, la forma en que se comporta una pareja, aunque
desde fuera pueda parecer ilógica y contraproducente, tiene su propia lógica interna
para sus miembros cuando se considera desde un punto de vista holístico y desde
las circunstancias particulares de esas dos personas.
John
y Mary, ambos de treinta y tantos años, con dos hijos pequeños, acudieron a la
terapia después de que Mary descubriera que John se había acostado con una
compañera del trabajo durante un viaje de negocios reciente. John, que estaba
arrepentido, también era consciente de que hacía cierto tiempo que no se sentía
feliz con su relación con Mary. Pensaba que desde el nacimiento de su segundo
hijo, hacía cuatro años, había poca intimidad entre ellos, y se habían ido
alejando mutuamente. Se mostraba ambiguo sobre si deseaba que el matrimonio
siguiera. Quizá fuera necesario que se separaran una temporada para ver si
realmente se importaban mutuamente y si podían recuperar un deseo de intimidad.
Mary estaba angustiada, tanto por la aventura de su marido como por la idea de
la separación. En las dos primeras sesiones conjuntas, no desaprovechó ninguna oportunidad
de atacar a John, por su engaño y deslealtad y por cuestionar el futuro de su
relación. Parecía como si cualquier cosa que él dijera provocara en ella un
mayor arranque de ira y sarcasmo. John se iba replegando más aún, aseguraba a
Mary que la quería, y repetía su sugerencia de separarse temporalmente.
¿Qué
debía hacer el terapeuta ante esta situación? ¿Tenía remedio? ¿Cómo podía Mary
imaginar siquiera que el hecho de atacar a John con tanta acritud haría que
éste quisiera permanecer con ella? ¿Qué imagen tenía John de la intimidad que
lo llevara a pensar que separarse durante una temporada los llevaría a renovar
la intimidad mutua?
El
terapeuta, partiendo de la hipótesis de que la ira es señal de una
insoportable herida en la percepción del yo (KOHUT, 1977; LIVINGSTON, 2001;
SHADDOCK, 2000), seguía queriendo entender algo de lo que se escondía
tras el enfado de Mary. Poco a poco, las cosas empezaron a cobrar
sentido. Por razones que después, cuando se conociera la historia de la familia
de origen de Mary, se esclarecerían más aún; Mary siempre se había
considerado una “extraña”, una persona sin ningún atractivo especial ni
agradable para los demás. Ser la esposa de John la tranquilizaba, pero también
era motivo de ansiedad pues, hasta cierto grado, esperaba que ocurriera lo
inevitable y que John la abandonara. Esto, sin duda, explicaba en parte
por qué había puesto tanto empeño en su función de madre y que se
mostrara cada vez más inaccesible a John, sexual y emocionalmente; el miedo
a que la rechazara significaba que la proximidad que anhelaba aumentara más aún
el riesgo de verse abandonada y herida. Y así había ocurrido: la
sensación de estar herida en lo más profundo de sí misma era insoportable y
para protegerse de ella reaccionaba con ira, en un intento desesperado por
mantener a salvo su autoestima. A medida que Mary comenzó a hablar con
mayor franqueza que antes sobre sus temores y las dudas sobre sí misma,
la historia de John también empezó a tener más sentido. Su compromiso
con Mary era realmente muy fuerte, pero se había criado en una familia donde
nunca se podía hablar de la experiencia personal ni de los sentimientos, y la
intimidad y proximidad que él también anhelaba le resultaban desconcertantes y
hasta le daban miedo. Para él, el sexo era la única forma en que
realmente había podido experimentar cierta sensación de intimidad.
Parte
del proceso de crear un espacio seguro en la terapia de pareja implica
posibilitar que ambas personas abandonen su actitud defensiva, y empiecen a
considerar su contribución a lo que pueda estar pasando en la relación y que se
considere decepcionante o hiriente. Cuando una pareja acude a terapia por primera
vez, lo habitual es que cada persona piense que bastaría con que la otra
cambiara un poco para que las cosas fueran mucho mejor. Mary sabía que podía
culpar a John, por la aventura que había tenido. Llegar a un punto en que
pudiera empezar a analizar los cambios que ella debería hacer en la idea
que tenía de su propia valía, llevó cierto tiempo. John no negaba su culpa por
lo que había hecho, pero por debajo de ello daba por supuesto que si Mary se le
mostrara más accesible, probablemente no habría tenido aquella aventura.
También en su caso llevó cierto tiempo que empezara a asumir su problema
a la hora de mostrarse como vulnerable y emocionalmente accesible en el
matrimonio.
Las
generalizaciones se deben tratar con mucha precaución en la terapia, pero es
útil presumir que ambas personas deberán hacer cambios si se quiere que la
relación varíe
de
forma duradera.
Por
consiguiente, hay que buscar oportunidades de definir de este modo el proceso
de la terapia desde el principio. Partimos para ello de la idea de BOWEN, de
que las personas generalmente eligen como pareja a alguien que tenga un nivel
de diferenciación del yo similar al suyo propio (KERR y BOWEN, 1988; TITELMAN,
1998).
Cuando
comentamos de la importancia de crear un “espacio seguro” en la terapia de pareja,
en parte estamos hablando de lo que normalmente se denomina alianza terapéutica
en otros escritos. Los estudios indican claramente que una de las variables más
importantes que afectan al resultado de la terapia individual, cualquiera que
sea el modelo o enfoque que emplee el terapeuta, es la calidad de la alianza terapéutica:
la medida en que se establece una relación de colaboración consciente entre el
cliente y el terapeuta. Uno y otro pueden acordar esta alianza terapéutica
explícita o implícitamente (BAMBLING y KING, 2001). Exige tres elementos
(HORVATH y SYMONDS, 1991):
1.
Establecer un
vínculo, con el que el cliente se sienta seguro y comprendido, de forma que se
pueda manejar la ansiedad y puedan desarrollarse el apego y la confianza en el
terapeuta.
2.
Lograr de mutuo
acuerdo una idea de lo que vaya a ocurrir en la terapia, y expresarla de manera
que para el cliente tenga sentido, como una forma de pasar aocuparse de su
problema.
3.
Negociar un
acuerdo sobre los objetivos de la terapia. Cuando se establece una sólida
alianza terapéutica, es más probable que el cliente se sienta sostenido y
contenido, escuchado y comprendido (BORDIN, 1979; HUBBLE, DUNCAN y MILLER, 1999;
WAMPOLD, 2001).
Cuando
nos referimos a la terapia de pareja conjunta el tema es más complejo, ¿desempeña
la alianza terapéutica el mismo papel? Una parte importante de la alianza
terapéutica en la
terapia de pareja depende del énfasis que el terapeuta ponga
en entender y trabajar para fortalecer la alianza entre los dos miembros de la
pareja, la “dimensión de la lealtad” de su relación, además de la relación de
cada uno con el terapeuta. Así pues, en la terapia de pareja la alianza
terapéutica implica no sólo la calidad de la relación de cada una de las personas
con el terapeuta, sino también la medida en que se pueda desarrollar una sensación
de seguridad entre ambas al estar presentes juntas, como pareja, en la terapia.
La dirección de la sesión conjunta
Aunque
son de aplicación muchos de los principios del trabajo con clientes
individuales, hay otras cualidades o destrezas que el terapeuta necesita poseer
para dirigir una sesión conjunta: el control, la neutralidad empática, la
adopción de una postura interactiva y una aptitud para la “capacidad negativa”
y la curiosidad.
El control
Primero
debemos empezar por esclarecer qué entendemos por “control”. Lo que normalmente
se asocia con la palabra “control” es la autoridad, en el sentido de que una persona
dice a otras lo que pueden o no pueden hacer. En lo que se refiere al proceso
de dirigir una sesión conjunta en terapia de grupo, las cosas no acaban aquí.
El control —el control del terapeuta— es el resultado del proceso de crear un
nuevo sistema, el sistema terapéutico provisional. En este nuevo sistema
terapéutico hay una jerarquía distinta —el terapeuta “dirige” la sesión— y dado
que es un sistema nuevo, tendrá sus propios hábitos y normas que rijan la
interacción entre los miembros del sistema.
Sin
embargo, el nuevo sistema terapéutico se establece mediante la modificación del
sistema existente de la pareja, con la adición del nuevo miembro, el terapeuta.
Al principio, el sistema ya existente intentará recuperar la sensación de
homeostasis o equilibro, para contener la amenaza que supone un cambio en sus
miembros (NICHOLS y SCHWARTZ, 2001). El terapeuta que se suma al sistema
existente de la relación de pareja será considerado una amenaza, y la
reacción de este sistema existente será la de intentar neutralizar el impacto
del terapeuta, de modo que no sea más que “lo que toca”, a pesar del deseo
manifiesto (y, en cierto modo, sincero) de los dos componentes de la pareja de introducir
un cambio en su relación (HOFFMAN, 1981; MINUCHIN, 1974; NICHOLS y SCHWARTZ,
2001). Este proceso por el que la relación de pareja existente intenta contener
la amenaza del terapeuta funciona a diversos niveles. En unos casos será
manifiesto y obvio, en otros, de una sutileza exquisita. Si no se
cuestionan, las normas y los patrones del sistema existente pueden influir en
cómo se desarrolle la primera sesión:
·
quién
es el primero en dar su versión de la historia, cómo se cuenta ésta, qué se
incluye o no en ella,
·
qué
sentimientos se pueden o no se pueden expresar, qué críticas de un miembro de
la pareja al otro se permiten y qué significado se atribuye a los sucesos o las
experiencias de la relación.
Una
tarea primaria del terapeuta de pareja —primaria tanto en sentido temporal como en importancia— es
procurar ser consciente de cuándo y cómo se le integra en el sistema de la
relación existente y, en lugar de éste, facilitar la formación de un sistema
terapéutico nuevo y provisional. En este nuevo sistema terapéutico, en el
que el terapeuta, y no uno de los miembros de la relación, ocupa una
posición superior en la jerarquía del sistema, deberán regir normas
distintas, que lleven a la creación del sistema terapéutico como un
“espacio seguro” para las dos personas. Hasta que no se forme este nuevo
sistema terapéutico, habrá pocas perspectivas de que los miembros de la pareja abandonen
las posturas establecidas aunque insatisfactorias, pero también muy conocidas y
seguras, que normalmente adoptan en la relación, o de que se produzcan entre
ellos unas interacciones distintas.
Es
como si se diera por entendido que, cuando el terapeuta ya ha establecido su
control en el nuevo sistema terapéutico, todos pudieran confiar en que si las
cosas se hacen
demasiado difíciles, asustan, o se estancan en exceso, el
terapeuta sabrá intervenir de forma eficiente para recuperar el proceso. Si
el terapeuta no establece el control en las primeras fases de la terapia, esa
confianza no existe.
La
forma en que el terapeuta establezca el control en las primeras fases de la
terapia dependerá de una serie de factores, entre ellos la personalidad del
terapeuta y la experiencia y confianza que tenga en su función profesional en
la sesión conjunta. Las características de las dos personas de la relación y su
grado de ansiedad también serán fundamentales. Cuanto mayor sea la ansiedad,
más probable será que uno o ambos miembros de la pareja intenten reducirla
mediante el dominio o el control de la sesión.
Por
ejemplo, es posible que uno intente hablar largo y tendido, sin dejar que el
otro pueda participar en la conversación, a menos que el terapeuta asuma el
control y “dirija el tráfico” en la sesión. O que el otro afirme enfadado, o
con impotencia, pero con una actitud agresiva, que no le ve sentido alguno a la
sesión, y que sólo ha acudido a ella por la insistencia de la otra persona. Es
el cebo de la trampa en la que el terapeuta puede caer de entablar una lucha
por el poder con ese miembro de la pareja, o de permitir que la sesión se
organice en torno al intento de convencerle para que participe.
Lo
habitual será que el terapeuta pueda establecer de forma discreta la jerarquía
y las normas del nuevo sistema terapéutico, de manera que, si lo hace con
destreza, apenas se notará. Por ejemplo, un inicio en este sentido determina
que es el terapeuta quien fija los primeros objetivos:
Creo
que en esta primera entrevista conviene que escuche qué os ha ocurrido y qué os
ha llevado a venir a verme hoy. Imagino que cada uno tendrá su propia visión, y
es importante que oiga las dos. ¿Quién quiere empezar?
A
veces una de las dos personas intentará controlar el desarrollo de la primera
sesión, o reafirmar de algún modo las normas del sistema de relación de la
pareja, lo cual puede dar al terapeuta la oportunidad de reforzar con cuidado
la jerarquía del nuevo sistema
terapéutico.
Por ejemplo:
Mary:
¿Por qué no le cuentas (al terapeuta) lo que hiciste cuando nos fuimos a vivir
juntos ...?
Terapeuta:
Sí, creo que puede ser importante hablar de ello, pero antes me gustaría oír lo
que John tenga que decir sobre ... (lo que fuera que John dijera antes de que
Mary interrumpiera); o: Parece
que es algo importante para ti, Mary. Cuéntame lo que recuerdes de lo que
ocurrió.
En
algunos casos, el terapeuta tendrá que enfrentarse a uno o a los dos miembros
de la pareja por su intervención en la sesión, algo que deberá hacer de forma
directa o incluso
imponiéndose. Lo más probable es que así ocurra cuando el
nivel de enfado sea alto, un enfado que casi inevitablemente servirá para
encubrir una experiencia más vulnerable o estresante. Una orientación útil es “el principio de
la mínima contienda”, es decir, el de que el terapeuta no emplee
más asertividad o “fuerza” que la suficiente para alcanzar lo que se proponga,
consciente de que siempre puede hacer otro intento, con mayor firmeza, si es
necesario. De modo que un cordial John, ¿podrías esperar un minuto, por
favor? Quiero oír también la opinión de Mary, es preferible a una
confrontación directa con John. Sin embargo, es importante que el terapeuta,
si es necesario, sepa enfrentarse a John con la fuerza y determinación suficientes
para asegurar que se oiga a Mary.
Bueno,
basta ya. Espera un momento, John. Tenemos un problema. Para que pueda ayudaros
a los dos es importante que todos podamos hablar sin interrumpirnos demasiado.
Sé que te es difícil en este momento, pero quiero que te sientes y escuches lo
que Mary me vaya a decir. Si tu opinión es diferente a la de ella, te garantizo
que tendrás oportunidad de manifestarla después. ¿De acuerdo?
A
algunos terapeutas les puede resultar difícil este tipo de enfrentamiento,
debido a que su propio carácter les impide, quizá de forma inconsciente,
manifestarse decididos o
exigentes con los demás, o a su propósito de actuar de
pacificador ante la ira o el desasosiego emocional de otra persona.
La neutralidad
empática
La
idea de un terapeuta neutral a veces hace pensar en una falta de implicación y
de receptividad e incluso en frialdad. De ahí que a la palabra “neutralidad”
añadamos el
adjetivo “empática”, para intentar transmitir la esencia de
la postura que el terapeuta de pareja debe adoptar con los miembros de ésta. En
la sesión conjunta hay tres realidades subjetivas en las que el terapeuta se
debe implicar: las de cada una de las personas y la de la relación. En las
primeras fases de la terapia, sobre todo, el terapeuta tendrá que
avanzar y retroceder activamente entre los dos
miembros de la pareja, procurando implicarse empáticamente con cada uno, mientras reconoce también que
la experiencia del otro puede ser diferente. Al mismo tiempo, deberá procurar tener
siempre en mente la naturaleza de la relación y cómo la puede experimentar cada
una de las personas implicadas. Y todo esto sin que nadie piense que
toma partido por una de las dos partes.
Así
pues, Jane, dices que te sientes muy insegura sobre lo que quieres para el
futuro de tu matrimonio: te das cuenta de que terminar la relación con Mike
sería un paso importante para ti, y muy doloroso para él, pero en este momento
te sientes atrapada y no ves posibilidad de que tus sentimientos por Mike
cambien. ¿Lo he entendido bien? ... Y Mike, imagino que para ti es
muy duro oírle decir todo esto a Jane. Probablemente veas las cosas de
forma distinta, y es posible que tengas muchas ganas de encontrar la manera de
seguir juntos, te da mucho miedo perder a Jane, ¿es así? ...
Imagino,
pues, que los dos os debéis de sentir muy tensos e incómodos, muy tensos e
inseguros, como pareja en este momento, quizá con la sensación de que cualquier
cosa que digáis, cualquier movimiento que hagáis, se puedan malinterpretar, se
entiendan al revés hasta que profundicen más en la herida. ¿Es esto lo que
sentís los dos? ¿Podríais ayudarme a entenderlo un poco mejor?
Para
comprender algo de las complejidades de mantener una postura neutral y al mismo
tiempo mostrarse empáticos, debemos repasar algunas ideas de la teoría de sistemas.
El nuevo sistema terapéutico de “pareja más terapeuta” que se forma al
principio de la terapia de pareja se compone de tres personas, y abre múltiples
oportunidades para la creación de triángulos que, como ocurre con todos los
triángulos, tendrán un gran potencial de convertirse en disfuncionales (KERR y BOWEN,
1988; GUERIN y cols., 1996). Las bases de algunos de esos triángulos son obvias:
dos mujeres y un hombre o al revés, una parte “culpable” y otras dos que no lo son,
un miembro que quería ir a terapia (y del que implícitamente se presuma que
está alineado con éste) y otro que no, etc. Otros triángulos son
idiosincrásicos de la pareja en cuestión: por ejemplo, uno de los miembros
puede trabajar de terapeuta o en algún campo afín y el otro ser un “extraño”, o
es posible que se piense que existe una base demográfica para que uno de los
miembros se alíe con el terapeuta. Durante las primeras fases de la terapia,
los triángulos se pueden desarrollar de forma inesperada, por ejemplo, cuando
uno de los miembros expresa mejor su experiencia emocional o lo que busca en la
terapia. Cualquiera de estas situaciones puede provocar fácilmente que se
considere que el terapeuta se identifica con una de las personas más que con la
otra (CECCHIN,
1987), pero el núcleo del tema de la neutralidad en la
terapia de pareja no está en la medida objetiva de la imparcialidad de la conducta
del terapeuta, sino en la experiencia subjetiva de los componentes de la
pareja. El terapeuta habrá logrado ser neutral si uno y otro, cuando al
final de la terapia algún amigo les pregunte: “Entonces ¿de qué lado estuvo
el terapeuta”?, reflexionen y respondan: “No estoy muy seguro”.
Para
conseguir esta “neutralidad percibida”, es muy probable que el terapeuta tenga que
invertir distinta cantidad de tiempo y atención a cada uno de los miembros de
la pareja en las primeras fases del proceso de la terapia. Por ejemplo, es
posible que se dé cuenta de que uno de los miembros pone mucha resistencia a
acudir a terapia, o a aceptar que en la relación existe un problema que ellos
solos no pueden resolver. Tal vez el terapeuta decida dedicar más tiempo a
hablar con esta persona, para intentar comprender su experiencia de la relación
y de las interacciones que la otra persona considera problemáticas. Habrá que
hacer todo esto con sumo cuidado. El terapeuta deberá tener cuidado de no
ceder excesivo control a la persona reticente y de no espantar a la
“dispuesta”. Sin embargo, tendrá que transmitir el mensaje de que ambos
miembros de la pareja tienen una visión válida de su situación y de que, si se
quiere que ésta mejore y progrese, hay que buscar la forma de salir de ese
punto muerto. Como ya hemos señalado, para lograrlo el terapeuta
deberá “avanzar y retroceder” entre las dos personas a menudo, con reacciones
empáticas para confirmar que ha entendido la experiencia de una de las
personas, al tiempo que reconoce que la de la otra puede ser distinta. La
necesidad de una implicación empática concurrente con las
experiencias a menudo muy diferentes de los dos miembros de la pareja, y
al mismo tiempo ser capaz de mantenerse al margen de la
experiencia de las dos personas y de “tener en cuenta” —pensar en— la dimensión
de pareja de la relación, es uno de los aspectos más difíciles del trabajo del
terapeuta de pareja.
Adoptar una postura
interactiva
Para
ello hay que encontrar el punto medio entre ejercer la terapia individual con
uno de los miembros de la pareja en presencia del otro y dejar que la pareja
interactúe. La dificultad que entraña el simple hecho de fomentar que se
relacionen entre ellos durante la sesión, reside en la alta probabilidad de que
la pareja recree su patrón sistémico de interacción, del que poco emergerá que
sea nuevo o distinto. El terapeuta debe observar la interacción lo
suficiente para hacerse con un conocimiento de trabajo del sistema de la
pareja, pero luego debe intervenir para ayudar a que ocurra algo diferente.
Al
trabajar con grupos, un acierto práctico y habitual es que el líder experto del
grupo no se centre en el miembro de éste que esté hablando en un
determinado momento. La tarea del líder del grupo —sea en la reunión de una
comisión o en un grupo de terapia— es facilitar las respuestas de otros
miembros del grupo a lo que se esté diciendo y para ello debe estar observando
las respuestas no verbales que los otros miembros del grupo comunican.
En
la terapia de pareja conjunta, el terapeuta se encuentra en una situación muy
similar a la del líder de grupo. Cuando está hablando Mary, el terapeuta debe
emplear todas las
habilidades de que disponga para atender a lo que esté
comunicando, empatizar con ello y comprenderlo. Al mismo tiempo, la
reacción no verbal de John a lo que oye decir a Mary proporciona una
información de sumo valor sobre su relación. ¿Qué claves afectivas
hay en la conducta no verbal de John? ¿Cuál es la propia reacción interior del
terapeuta, no sólo a lo que oye decir a Mary, sino también a la respuesta
no verbal de John? Por ejemplo:
•
Mary, en un tono crítico y de queja, está hablando del desengaño que le produce
lo distantes que hoy parecen estar ella y John.
•
El terapeuta escucha los detalles de la historia de Mary, nota en ella, oculto
en la crítica, cierto grado de soledad y le pregunta al respecto. Ella se
detiene, y luego dice que realmente no había pensado en ello antes, pero supone
que está sola y en silencio empieza a derramar unas lágrimas. En esta
situación, el terapeuta es consciente de que se siente más unido a Mary, es
como si ésta hubiera dejado de ocultar parte de sí misma detrás de una historia
familiar sobre los defectos de John.
•
Al mismo tiempo, el terapeuta se ha dado cuenta del aire de impaciencia y aburrimiento
de John —“¡ya estamos como siempre!”— mientras Mary explica sus quejas. Es
consciente de que la reacción de John lo irrita. Luego observa que éste se va
poniendo bastante tenso cuando Mary reconoce que tal vez esté sola y empiezan a
caerle las lágrimas. John hace un comentario un tanto a la defensiva sobre lo
mucho que le exige el trabajo y sobre sus intentos de dejarse libre al menos
parte del fin de semana.
•
El terapeuta, curioso por la evidente tensión de John cuando Mary empezó a
llorar, y consciente de la irritación que él mismo siente por John en la
contratransferencia, decide no hacer comentario alguno sobre el contenido de lo
que se está diciendo, y no pregunta ni por la soledad de Mary ni por el trabajo
de John (lo cual podría haber provocado que le invitaran a tomar partido en
su recurrente conflicto). En su lugar, pregunta a John, con curiosidad e
interés: “John, ¿qué sentías en el momento, en que Mary empezó a llorar? ¿Qué
te ocurrió, qué sensación experimentaste”?
•
Al principio John se muesgra indignado y se pone a la defensiva —“No entiendo
por qué se va a sentir sola, siempre está entretenida con sus amigos”—, pero el
terapeuta intenta ir más allá de esa respuesta inicial, para ver si hubo en
John algún aspecto más vulnerable que se resintiera, una vulnerabilidad que
probablemente Mary no vería muy a menudo.
Una
regla general muy útil para el trabajo conjunto con parejas es que el terapeuta
intervenga sólo lo suficiente —a veces sólo un par de frases; otras veces un diálogo más
extenso— con uno de los miembros de la pareja, hasta que
haya algo que quizá sea nuevo o diferente para que el otro responda o reaccione
y luego explorar esa respuesta o
reacción. Así, en el ejemplo anterior, el terapeuta sospecha
que el hecho de que Mary admita que está sola (una experiencia vulnerable) y
vierta unas lágrimas por ello, pudiera ser algo que Mary no deja que ocurra a
menudo, en particular delante de John. El lenguaje corporal de éste indica que
está acostumbrado a “aguantar” las quejas de Mary, y transmite un aburrimiento
pasivo-agresivo, para luego pasar a justificar su postura. El presentimiento
del terapeuta avala su observación de que John se ponía tenso cuando Mary se
afligía, y la reacción defensiva de John ante ella. Explorar la experiencia de
John mientras Mary se comporta momentáneamente de esta forma distinta y deja
ver su vulnerabilidad, abre la posibilidad de iniciar un discurso distinto
entre ellos, del que podría emerger algo nuevo.
Aptitud para la
“capacidad negativa” y la curiosidad
BION
(1970) emplea la expresión “capacidad negativa” para referirse a una forma
de encontrarse sumido en un estado de ensoñación libre, “sin memoria ni
deseo”, para que
el
psicoanalista pueda estar receptivo a cualquier cosa relativa al paciente que
le llegue a la mente.
Tomó la expresión de una carta que el poeta John KEATS escribió a sus
hermanos para explicar la creatividad poética de
Shakespeare: “ ... capacidad negativa, es decir, cuando el hombre es capaz
de quedar en la incertidumbre, en el misterio y en la
duda sin una búsqueda irritable de los hechos y las razones” (citado en SYMINGTON y SYMINGTON,
1996, pág. 169). El objetivo es que el terapeuta esté lo más abierto posible
a lo que el paciente lleva a la terapia en la inmediatez de cada momento.
Aferrarse
a la teoría condiciona al terapeuta a oír lo que la teoría dice que se debe
oír. Sentirse demasiado atado exactamente a lo que el paciente dijo en la
sesión anterior, condiciona al terapeuta a oír lo que ya se ha dicho, y a
descubrir lo que ya se sabe. Sólo cuando abandonan en cuanto sea posible lo
ya sabido, el terapeuta y el paciente pueden estar abiertos a lo que no se sabe
aún. (SCHARFF y SCHARFF, 1998.)
Aunque
tanto BION como SCHARFF y SCHARFF hablan del psicoanálisis o de la psicoterapia
psicoanalítica con personas individuales, la aptitud para la “capacidad negativa”
es también una cualidad importante que el terapeuta de pareja debe poseer. Las
sesiones conjuntas suelen estar llenas de complicadas interacciones de alta
carga emocional y de propósitos opuestos. De ahí que sea particularmente
importante que el terapeuta sea capaz, de vez en cuando, de “detenerse” y
“limitarse a estar” en la sesión, de permanecer abierto a cualquier experiencia
subjetiva que la pareja le esté generando.
Todos
los momentos en que uno se siente perdido, confuso, o cuando no entiende por qué
algo es tan importante como parece ser, contienen la semilla de una nueva
calidad de la comprensión, si el terapeuta sabe resistir la tentación de “saber”
por lo que la teoría diga, de imponer orden o desorden, de encontrar una
solución. En esos momentos, la terapia se convierte fácilmente en algo muy
similar a estar perdido en una ciudad extraña: uno busca por todas partes, con
ansiedad y hasta con desesperación, algo que reconozca y que pueda utilizar
para orientarse, pero al hacerlo no puede observar lo que realmente hay a su
alrededor.
Al
terapeuta que empieza a dirigir sesiones conjuntas con parejas le será útil
presumir que toda sesión es siempre un ejercicio de exploración
intercultural: siempre, porque una
de las trampas en las que es más fácil caer es la de dar por
supuesto lo que sabemos.
Dos personas, que han mantenido una íntima relación mutua durante una serie de
años, tendrán una cantidad enorme de experiencia compartida que llevar a la
sesión de terapia.
La
semejanza de algunos aspectos de esa experiencia con la propia del terapeuta, y
las sutiles presiones que éste siente para demostrar que domina su trabajo,
pueden tentarlo fácilmente a tomar atajos, a dar por supuesto que comprende lo
que las dos personas quieren decir con las palabras y las frases que emplean.
Una postura más productiva es la del expectante, la de asumir el papel del
“curioso ingenuo” (BUIRSKI y HAGLUND, 2001):
•
“Cuando dices que quisieras intimar más con John, ¿qué piensas que pudiera
ocurrir que fuera distinto entre tú y John para que se diera esa intimidad”?
•
“¿Puedes describir cómo demuestras cariño a Mary cuando llegas a casa del trabajo”?
•
“Es evidente que te sientes muy enfadado, y dices que no aguantas más esta
relación.
Sé
por experiencia que las personas a menudo entienden cosas distintas cuando hablan
así. Me pregunto qué quieres decir tú”.
Carlos
era un hombre duro, con un trabajo en un mundo de hombres. Había crecido con un
padre que era ni más ni menos que Sargento Mayor. Entre Carlos y su pareja se
habían dado algunos intercambios tormentosos, que culminaron cuando Carlos la
empujó contra la pared. Como consecuencia de ello, Carlos había asistido a
algunas sesiones de terapia de grupo, dirigidas a hombres y dedicadas a cómo
controlar la ira, antes de acudir con su pareja a la terapia conjunta. En una
sesión de terapia de pareja decía que ahora intentaba reaccionar de forma
distinta, pero a menudo se encontraba con que aún respondía airado cuando ella
lo criticaba. Narró una discusión reciente que se había iniciado nada más
entrar en casa: le preguntó a su pareja cómo le había ido el día y la respuesta
de ésta fue, sin más, que sus dos hijos pequeños la habían sacado de quicio. Él
se enfadó.
Al
hablar de este incidente, reconocía y verbalizaba que al principio se sintió
culpable por no haber estado con ella cuando la oyó contar lo que había
ocurrido durante el día, pero fue un sentimiento al que pronto se impuso otro
de cólera.
El
terapeuta tuvo la habilidad de no presumir que sabía a qué se refería Carlos
cuando decía que se “sentía culpable” y empleó cierto tiempo en analizar con él
la experiencia subjetiva que Carlos llamaba “sentirse culpable”. De ahí
se llegó al reconocimiento de que en realidad lo que Carlos había experimentado
era vergüenza, no culpa, y que la vergüenza era una experiencia que le
resultaba familiar por su relación de pequeño con su padre, exigente y
muy dado a los castigos. La gente suele confundir los sentimientos de culpa
y vergüenza, pero de hecho son distintos. Al reconocer la diferencia entre la
vergüenza y la culpa, tanto Carlos como su pareja pudieron iniciar una
exploración de toda una nueva dimensión de la experiencia de su relación. Una
de las imágenes más habituales del papel del terapeuta de pareja es la de éste como
etnógrafo. El etnógrafo se propone comprender una cultura desconocida y para
ello se sumerge en ella sin dar por sentado nada acerca de lo que signifique
(HAMMERSLEY y ATKINSON, 1983). No se da por supuesta ninguna faceta de la
cultura que se estudia, sino que se cuestionan todas, incluso las que al
etnógrafo le puedan parecer familiares y, por consiguiente, obvias. El objetivo
es entender la cultura desde su
propia perspectiva, utilizando sus propias descripciones y explicaciones, y no
desde la perspectiva de los conocimientos dados por sentados del etnógrafo.
La
imagen del etnógrafo sirve de valiosa orientación para dirigir la sesión conjunta
en la terapia de pareja. Los terapeutas que se inician suelen angustiarse
después de escuchar las primeras historias que les cuentan: ¿“Y ahora de qué
hablamos”? es la pregunta que, en voz alta o en silencio, reciben de la pareja,
en ese momento es muy fácil pasar de inmediato a la resolución de problemas o a
hacer sugerencias. La realidad es que hay muchas cosas que el terapeuta
desconoce sobre la pareja y su relación. Hasta los acontecimientos cotidianos
más nimios de la vida de la pareja, si se contemplan con la actitud de quien
“no sabe” y del curioso, pueden abrir un debate que esclarezca aspectos de la
dinámica de la relación de la pareja para una fructífera exploración posterior.
Conclusión
En
este capítulo hemos considerado algunas de las habilidades que exige la
dirección de una sesión de terapia conjunta que lleve a centrarse en la
relación. Para ello hay que prestar atención a algunas cuestiones concretas:
·
establecer
el control del nuevo sistema terapéutico,
·
procurar
que ambos miembros de la pareja sientan que el terapeuta es neutral y
·
mantener
una postura interactiva en la sesión.
El
terapeuta de pareja también ha de saber asumir el papel del “curioso
ingenuo”, del etnógrafo, en lugar de presumir que sabe a qué se refiere la
pareja cuando hablan de la experiencia que tienen de su relación.
El
desarrollo y uso de estas destrezas aumentará la probabilidad de que el
terapeuta de pareja sea capaz de hacer de la sesión conjunta un espacio seguro
en donde las dos personas puedan asumir los riesgos que supone exponer
abiertamente sus sentimientos y puedan analizar juntas los aspectos de su
relación de una forma distinta.
Bibliografía
Crawley, J., & Grant, J. (2008). Terapia de
pareja. El yo en la relación. Morata.
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