ENVIDIA E INGRATITUD
Estas
dos desvirtudes, la envidia e ingratitud, están sin duda, presentes en la mayor
parte de los episodios ruinosos de las vidas de mucha gente; del envidiado,
porque puede ser gravemente perjudicado por serlo, y del envidioso, por ser un
títere a merced de sus mezquinos pensamientos y afectos.
Siempre
hay y habrá negadores, como en todo, que nunca admiten ni siquiera la
existencia de este impulso destructivo, justificando actitudes y hechos. Esta negación
no es más que una defensa contra algo que probablemente saben que es muy real,
porque les quema en sus propias carnes, o porque es más bonito y económico (en
términos de economía de energía psíquica)
Es una
discusión filosófica muy densa el plantear si la envidia es una circunstancia
que se desarrolla en el ser humano esporádicamente o si, de algún modo, está
siempre latente y ha de ser domada para ser más feliz cada uno consigo
mismo; o si el envidioso nace o se hace.
Teoría
psicoanalítica (Melanie Klein)
Al
respecto, una de las teorías de la formación de la envidia más controvertida y
polémica fue la de la psicoanalista precursora de la teoría de las
relaciones objetales, Melanie Klein, la cual habla de la envidia como una
circunstancia que se da en el desarrollo evolutivo del ser humano, que es
intrínseca a su naturaleza y que ha de superarse para una correcta evolución
mental (1957).
Klein
opina que el bebé hace una escisión del primer objeto humano de importancia, la
madre, y lo hará del canal que le proporciona la supervivencia, el pecho. Así,
para el recién nacido habrá pecho bueno cuando se le dé su leche con
calma y calidad, y habrá pecho malo cuando esto no sea así.
A partir
de su trabajo en psicoanálisis de niños, psicoanálisis de adultos y algunas
matizaciones e innovaciones de las teorías de Freud y Abraham, la autora
concluye que el primer objeto envidiado por el ser humano es el pecho bueno,
dador de alimentación, dador de la preservación de la vida y el cariño, y
vivenciado como protector. Y en la correcta o incorrecta capacidad del niño
para internalizar este pecho bueno influye: “Si la madre goza ampliamente
con el cuidado del niño o sufre ansiedad y tiene dificultades
psicológicas con la alimentación” (1957, p. 184).
El deseo
del niño será, por tanto, ser poseedor de dicho objeto para autoabastecerse,
pero también siente el deseo de dañar los aspectos positivos que éste tiene. He
aquí el proceso de envidia primaria, que en un desarrollo evolutivo posterior
puede subsanarse o en cambio convertirse en envidia patológica.
Quizá
puede que esta teoría le parezca demasiado dura, y en cierto modo es normal
porque, de primeras explicaciones que arguye la autora rompen con la visión de
un bebé pasivo, ya que al menos desde su psique hay una importante actividad
mental que incluso para algunos se considera siniestra. Tan controvertida es
dicha teorización que no es compartida por autores que también pertenecen a las
teorías de las relaciones objetales, en la reformulación que de estas teorías hace
la escuela inglesa (Winnicott, Balint, Guntrip...).
Teorías de la
escuela inglesa (Winnicott, Balint, Guntrip...).
Básicamente
porque para Klein, la envidia es endógena, es decir, estaría dentro de
nosotros desde que somos tiernos bebés, pero no se tiene en cuenta que la envidia,
aunque sea algo primario también venga dada por problemáticas del ambiente, por
ejemplo, frustraciones en el bebé o problemas desde el parto que lleven al
pequeño a envidiar tan activamente. Precisamente, en esa dirección
van los autores de la escuela inglesa, en que la cuestión principal por
la que el bebé puede realizar o sentir impulsos agresivos es por
problemas del ambiente en el que se desarrolla.
Como
señalan algunos autores (Ferenczi, 1913; Rank, 1924), el hecho de nacer es ya
el primer acto frustrante para el individuo, es lo que se denomina el trauma del
nacimiento, por lo cual el bebé –en una desmesurada oralidad
(como buen bebé que es)– no tolera la frustración de no estar provisto de
manera constante –como estaba en el útero– de calor, protección y alimentación
a través del cordón umbilical, por lo que su deseo será el de seguir siendo
abastecido continuamente, y desde aquí podrían producirse frustraciones que le
lleven a envidiar esa fuente de nutrición que posee la madre para sí mismo.
Parece
más completa esta teoría apoyada en la constatación de que el niño observa un
pecho bueno, del que luego puede tener envidia a partir de la atmósfera donde
éste se cría, que decir que la envidia
es
instintiva, endógena.
De todos
modos, sea como fuere, si la envidia está instaurada, Klein señala que uno de
los principales aspectos que la desbancarían en el niño, sería un sentimiento
de gratitud ante lo que recibe por parte de la madre, introyectando objetos
buenos de un modo constante. Este elemento está íntimamente ligado a la
generosidad. Cuanto mayor se siente el objeto como bueno, mayor capacidad hay
de compartir. Desgraciadamente, en personas mezquinas y envidiosas no hay
gratitud, sino cada vez más ingratitud, más necesidad de atacar lo bueno de
otros y de menospreciar la riqueza del prójimo que le rodea, bajo un lema
inconsciente bastante claro para con el entorno: envidia e ingratitud.
En
conclusión, sea innata o no, se puede decir que, en cierto modo, desde muy
pequeños podemos experimentarla, convirtiéndose en un sentimiento más
mezquino cuanto mayor es la persona, si no ha superado con garantías,
determinadas circunstancias que le lleven a tolerar la frustración. Porque,
en definitiva, eso es lo que constituye al envidioso, ser un frustrado
amargado, ante las tesituras en las que le ha puesto la vida. Por supuesto,
cada uno de nosotros tiene un umbral, un límite de frustración a partir del
cual no toleramos más; dependiendo de cómo haya sido la historia de cada uno,
este límite será mayor o menor.
Referido
a este cometido, he de comentarle que –en general– la tolerancia a la
frustración en la sociedad actual es bastante baja, y si no, hágase la
pregunta de por qué a partir de la creación por parte del hombre de los últimos
artilugios tecnológicos –que en un principio servían para la comunicación y el
ocio– se convierten en un problema.
Los
psicólogos y psicoanalistas tenemos que incidir cada vez con mayor frecuencia
en estos enganches que son categorizados como adicciones a internet o
videojuegos de salas o consolas.
Y qué
decir, también, de la intervención de la mano del hombre en la manipulación de
sustancias que son utilizadas en el consumo abusivo cada vez más preocupante
como el éxtasis, amén de las más clásicas en uso como el alcohol o la
marihuana, entre otras drogas. Tareas, como usted verá a través de
una leve reflexión, encaminadas a eludir en mayor modo la realidad. Son
ejemplos que muestran cómo la naturaleza humana es destructiva para sí
misma, y antes o después se le van las cosas de las manos, puesto que lo
que en un principio era para mejorar la comunicación se puede convertir en el
primer elemento de la incomunicación (pasa en muchas parejas que se rompen,
porque un miembro está todo el día en el chat); o lo que era una sustancia
de experimentación termina matando cada vez más individuos.
Uno
de los principales problemas del envidioso es su frustración, la cual aumenta al ver que el otro
tiene lo que él anhela, queriéndose convertir –a menudo– en lo que es la otra
persona. Pero como el ser humano es concreto y único en cada uno de sus
individuos, esto nunca se da, y el envidioso, por tanto, trata de perjudicar,
de destruir a aquel que tiene algo deseado por él con demagogias, con maltrato
psicológico –incluso físico– o con acciones que le perjudiquen por nombrar las principales
artimañas innobles utilizadas.
Por otra
parte, no caiga usted en el fácil error de creer que el envidioso envidia sólo
cosas materiales, que es el ejemplo más manido del que en el lenguaje de la
calle se suele hablar: “Le cogió envidia desde que se compró aquel coche tan
bueno” o “Me envidia porque me han ascendido en el trabajo y tendré una mayor
calidad de vida”.
El
envidioso desea más las cualidades de esa persona; por ejemplo, la bondad, la
inteligencia, el ser un avezado y voluntarioso trabajador, el respeto..., aunque luego, en una racionalización,
parezca que sólo esté interesado en que éste o aquél tienen más dinero o un mejor
puesto social, lo cual le reporta el no darse cuenta, a su vez, que lo
que anhela es ser otro con otras cualidades de carácter. No es tanto el cochazo
o la mansión que el otro tiene lo que le produce conflicto al que
envidia, sino lo que ello simboliza; por ejemplo, el poder que le lleva
a comprar un coche caro o la imagen social que ello le reporta, para
sentirse admirado y atendido por los otros. De este modo, puede darse
una doble negación: primero, de que siquiera se envidie, y, en segundo
lugar, si esto se reconociera, se diría que se envidia solamente lo
material, no las virtudes de esa persona.
Pudiera
ser que hubiera personas que se quedaran en lo puramente material, pero –a mi
entender– han de ser sumamente primitivas en cuanto a personalidades poco
elaboradas y muy centradas en lo que se ve y toca, como pueden ser personas de
baja cultura o con escasa capacidad para valorar otros referentes humanos que
escapen de lo material que ellos pueden poseer.
En otro
orden, es curioso en el envidioso que argumenta, por regla general, que el
envidiado tiene muy buena suerte en lo que consigue (así le desvirtúa su
logro), en cambio él es un desgraciado con mala suerte.
Pero no
existe tal mala suerte en muchos de los que se quejan de esto, porque, por
ejemplo, la pareja les deja puesto que no son capaces de establecer lazos
afectivos de garantía; el negocio o las empresas que llevan a cabo, así como
los empleos, terminan mal, pero no porque la suerte les abandonara, sino porque
no contaron con variables de la realidad para llevar a cabo los cometidos, y
sólo se guiaron por el impulso de ganar pasta o mejorar la imagen y
ganar prestigio.
El hecho
de que el envidioso reaccione así no es más que otro ejemplo claro de su
tendencia a la destrucción de los bienes de los
demás, sean materiales o espirituales. Todos tienen lo que
tienen inmerecidamente porque son hijos de papá, porque tienen mucha
suerte en la vida o, finalmente, porque lo que tienen se lo han
dado, porque son tan inútiles que no podían haber funcionado en la vida
por sí solos.
Y créame
usted, la envidia sana no existe; envidia sólo hay una y es patológica.
Es una enfermedad del deseo, y nunca es ni saludable, ni amable, ni
benevolente. La envidia es un sentimiento tan bajo que puede llevar al
envidioso a fantasear o a desear abiertamente que el envidiado sufra un daño
físico o incluso que se muera (Castilla del Pino, 2000); en este sentido,
es un sentimiento psicótico por cuanto niega la existencia de aquel ser o
seres humanos que son envidiados.
Por
tanto, eso con lo que algunos justifican tener una envidia sana en ocasiones
puede encubrir de modo cínico un odio tremendo, el cual, inconscientemente, va
encaminado a tratar de perjudicar al otro.
Si lo
que uno siente por otro, por ejemplo, por un profesor, es admiración y deseos
de parecerse en algunos detalles a él, no es envidia sana, sino una fascinación
que mientras esté adaptada, irá en beneficio de quien siente ese afecto, puesto
que le impulsará a tener un mayor crecimiento personal mediante una adaptada
identificación. Ahora bien, si con el tiempo se va a convertir en querer
suplantarle o echarle de su sitio, la envidia ya habrá hecho acto de presencia.
Sería parecido a aquella metáfora antropológica freudiana de Tótem y tabú en
el que los hijos quieren comerse al padre, para poseer las mujeres de la tribu,
aunque en este caso no es una cuestión sexual la que lleva a la matanza simbólica,
sino una lucha por incorporar el poder, el saber o la virtud del otro anhelada.
Celos, rivalidad
fraterna y complejo de Edipo
No se
debe confundir la envidia con los celos.
·
En
la envidia, se tiene un deseo de poseer lo que tiene el
otro, con matices destructivos y mezquinos; suelen ser relaciones
diádicas, de dos.
·
En
los celos siempre han de ser al menos triádicas, de tres,
ya que se tienen celos siempre al menos de un tercero que es con el que se
vive la rivalidad de este afecto.
Juan
puede tener envidia de su hermano José, pero no necesariamente celos; para que
esto ocurra tiene que haber un tercero, por ejemplo, un padre, que atienda más
a José, por lo cual –ahora sí–, Juan puede sentir celos de que a José le
quiera más su padre, que es el tercer elemento que crea la relación
triádica.
En
los celos se halla implícita la envidia (Klein, 1957) y los sentimientos hacia las personas que se
encuentran en la situación son ambivalentes. Si una mujer está enamorada de un hombre
con pareja, estará celosa de esa relación, envidiará a esa mujer y tendrá
pensamientos destructivos hacia ella; pero, también, sentimientos de culpa por
tener esa tendencia agresiva contra esa mujer. Del mismo modo, repetirá la secuencia
con el hombre amado, puesto que, aunque le profese sumo amor, también tendrá
arrebatos de pesadumbre contra él, al menos en el nivel inconsciente, por no
corresponderla en ese sentimiento.
Es muy
conocido el ejemplo de los celos de pareja, pero estas interrelaciones también
se dan entre hermanos, como estudió Luis Corman, en lo que él definía como psicopatología de la
rivalidad fraterna.
Anteriormente,
esta situación fue descrita como moldeadora del carácter por Alfred Adler
(1918), en cuanto a la importancia del lugar que el neurótico ocupara dentro de
la saga de hermanos.
El
hermano mayor tiene por regla general un sentimiento de ser superior en
determinadas facetas (fuerza, inteligencia, mayor autoafirmación...) respecto
del otro u otros hermanos. El menor, precisamente por estos elementos, tendrá
una tendencia mayor a querer sobresalir, a querer equiparse con el mayor o los
mayores, necesitando luego compararse, competir o calibrar las fuerzas con ellos.
Si la vivencia que tiene del resultado de esta comparativa es que es
inferior de modo hiriente para su estructura de personalidad puede tender a adoptar
una actitud envidiosa.
Por
último, el hijo único típicamente más mimado, crea una mayor necesidad de
atención que en los otros. Además, debido a un aislamiento más acusado en
relación con familias de más miembros, tiene mayores dificultades de encontrar
su sitio en el mundo social.
En el
caso de que haya más de dos hermanos, el menor de todos, según Adler, será
menos seguro, no teniendo confianza en cumplir con las acciones de importancia
que han realizado lo mayores. En su beneficio está el ser el centro de la
familia recibiendo cariño de todos sin tener que hacer mucho al respecto.
Para
Adler, los niños que perciben más su superioridad tienen una capacidad
incluso conciliadora, pero esto puede que no sea tan favorable como parece.
Esto se fundamenta por el fenómeno de familia con soporte,
donde el hermano, normalmente mayor, tiene unas funciones que no
corresponden ni con su edad ni con las tareas que debe realizar. Estamos
hablando del niño parentalizado (De Santiago,
Fernández Guerrero, Guerra Cid, 1999), al que, por ejemplo, con seis
o siete años se le deja al cargo de los otros hermanos mientras los padres
se encuentran ausentes bien por cuestiones laborales o, en los peores
casos, porque estén enfermos o sean drogodependientes.
Al
respecto de los primogénitos, Corman señala que son los más perturbados
por la rivalidad entre hermanos (1974). Además, el hecho de que haya
disfrutado durante un tiempo de ser el hijo único le puede llevar a una difícil
situación por tener posteriormente que compartir las atenciones familiares y
los distintos medios de sostén que proporcionan. Todo esto será más problemático
en la medida en que el hermano mayor vaya teniendo una edad en la que se le
exija ser maduro dentro de sus posibilidades.
Ha de
añadirse otra problemática en la que se ven perjudicados los hijos menores
(y de rebote, los mayores), y que proviene de la comparación que los padres
hacen de los hijos durante toda una infancia y adolescencia (o toda la vida):
“Juan es más listo que Pedro”, “Marta es más despierta y trabajadora que
Bea”, “El mejor de los tres siempre fue Joaquín...”. Se trata de
circunstancias que marcan a menudo a los hijos comparados y etiquetados:
los que son mejores por tener que dar ejemplo –además de tener
que mantener dicho estatus– y los que salen peor parados en la
circunstancia descrita, porque están orientados y marcados a ser menos de
por vida.
Y esto
ocurre. Muchas veces los padres y los tíos (puesto que también se suelen hacer
comparaciones con primos) dicen que se hace a la buena y que no
pasa nada, afirmaciones que demuestran que la estupidez no tiene parangón,
ya que la verdad es que pueden destrozar de por vida el carácter propio y real
que esas personas –continuamente cotejadas con los otros– tenían. La propia
experiencia y la de otros muchos psicoanalistas así lo demuestran, puesto que
las consultas y clínicas psicoterapéuticas están llenas de personas a las que siempre
se las comparó y que guardan buenas dosis de recelos y envidia, cuando no odio,
a los padres o familiares por haberles sometido a tanta equiparación.
Pero,
igualmente, otros elementos sociales del entorno a veces se equivocan y
traumatizan al niño por las comparaciones que se hacen de él con respecto de
sus hermanos, tal y como ocurre cuando el hermano pequeño va a la misma escuela
que los otros, y los profesores, curso por curso, lo van comparando y
poniéndole en la disposición de que tal o cual hermano hizo esto o aquello, o sacaba
estas notas u otras. Si el niño no es capaz de alcanzar esas expectativas, su
sufrimiento está garantizado y su complejo de inferioridad a menudo irá a más
En la
obra El carácter neurótico (1912), Adler comenta –a colación de los
celos– que el niño pequeño se quiere asemejar a uno de los mayores ya que
siente envidia de los valores que le son otorgados a éste, como pueden ser acostarse
más tarde, hacer más viajes..., lo cual no hace sino más que acentuar su
sentimiento de inferioridad. En ocasiones, esto se resuelve mediante una
actitud pseudomasoquista, que se transforma en una enfermedad del pequeño
siendo así el centro de atención, es decir para llamar la atención
como comúnmente se oye.
Para
Corman, en las rivalidades dadas entre hermanos se observa la utilización de
mecanismos de defensa, los cuales, en definitiva, tratan de atenuar las
manifestaciones afectivas de corte negativo (celos, envidia, odio...) hacia el
hermano sin que la autoridad, a menudo encarnada en los padres, se de mucha
cuenta de esto. Así, por ejemplo, el hermano que quiere pegar a otro no lo hace
por ser demasiado evidente su agresividad, y desplaza el objeto de agresión
hacia el juguete o muñeco favorito de dicho hermano que por casualidad se
puede romper accidentalmente. Asimismo, muchas mascotas sufren la ira del niño
que descarga su agresividad, incluso física, sobre el perro de la familia,
mostrando una inusual cólera hacia el animal.
El autor
no sólo anuncia la intervención de este mecanismo, sino que expone una amplia
lista de procesos; por ejemplo,
·
La represión de la
hostilidad hacia el hermano, la cual hace que el niño en vez de mostrar su
rivalidad, sus celos y su agresividad, pierda totalmente sus capacidades
competitivas, siendo un continuo perdedor que fracasa sistemáticamente en
todo lo que emprende.
·
La formación
reactiva que transforma de modo inadaptado el
odio en una dulzura que borra todo rastro de capacidad, incluso la de
defenderse, o hace del niño desordenado un auténtico obseso del orden y la
limpieza.
·
La regresión en algo de lo
que ustedes habrán oído hablar muchas veces, en una circunstancia en la que el
niño actúa como un bebé y, por ejemplo, vuelve a hacerse pis en la cama o sufre
de unas rabietas propias de una etapa anterior de su desarrollo.
·
La negación de los
sentimientos hostiles, volver contra uno mismo la agresividad.
·
El aislamiento.
Todas
estas circunstancias que hemos ido describiendo y que se dan entre hermanos
pueden seguir aconteciendo en la adultez, si el desarrollo de la persona y la
educación no han mediado para que estos comportamientos cedan. De hecho,
existen relaciones enfermizas entre hermanos en las que los celos y las
envidias son una constante que los lleva incluso a destruirse.
Las
relaciones entre hermanos también pueden conllevar deseos muy oscuros. Sara es
una mujer de 21 años; es la menor de tres hermanos. Siempre ha sentido que no
ha llegado a las cotas de los otros dos, aunque a menudo lo ha intentado, pero
sus padres le señalan cómo ha sido siempre la que ha tardado más en aprender
las cosas. Una de sus hermanas sufre una enfermedad física crónica y muy dolida
me explica en una sesión: “Nos domina a todos en casa; por regla general, es ella
la que manda, aunque los demás no se dan cuenta”. Ante la confrontación de que
ella se siente en realidad triste porque no es ella la que domina la situación,
comenta: “A veces pienso, si se muriera..., porque la verdad es que nos lo está
haciendo pasar mal”. En ese momento del discurso, realmente siente contra ella
un impulso destructivo que proviene de los celos sentidos, y ante la
frustración del entorno que no hace sino señalarle su torpeza, se ve la transformación
de los sentimientos competitivos y de superación en envidia y celos.
Sin
embargo, la mejora no dependerá de que rompa los lazos con la familia de modo
definitivo, como algún lumbrera pudiera pensar (e incluso muchos así lo
aconsejan en ocasiones), sino que es más adaptativo, y por supuesto más duro y
complicado para la paciente (como en realidad lo fue en este caso), el autoasumirse
como lo que se es y liberarse de la visión que su familia tiene de ella,
descubrir su propia imagen, así como la auténtica verdad sobre quién es y qué
puede hacer realmente con sus habilidades y capacidades de desarrollo. Por supuesto,
el abandono de los sentimientos negativos (envidia, celos, rencor...) y la
apertura hacia la comprensión del entorno familiar dotado de una nueva
significación más real sería definitivo para la clara mejora del estado de
ánimo de la persona inserta en esta tesitura.
Los
celos y la envidia también se sufren en las relaciones tempranas con los
padres, en la tan celebrada tesitura psicoanalítica del complejo de Edipo;
aunque no crea usted que estos sentimientos se producen en esta dirección, ya
que los padres también pueden profesar oscuros sentimientos hacia sus
hijos.
Cencillo
(2001b) comenta un caso en el cual tuvo que hacerle ver a su paciente que tenía
envidia de su hijo –¡de tan sólo dos años!–, la cual era producida
fundamentalmente, porque éste se parecía en determinados rasgos del carácter a
sus cuñados a los cuales tenía gran manía. En otro sentido, cuando una
pareja tiene su primer hijo, hay una mayor probabilidad durante ese primer año
de que la relación se rompa, e incluso de que el marido tenga aventuras con otras
mujeres por los celos sentidos de la relación de la mujer con el niño (Eia Asen
y Tomson, 1997).
En mi
opinión, muchas de estas situaciones de celos vienen dadas, en gran parte, por
una mala superación de la fase edípica, donde el niño o la niña debió de
aprender la frustración que supone el existir en una relación percibida de a
tres (niño-padres) en cuanto a que siempre habrá más amor entre dos de los
tres aunque al tercero también se le quiera. Pensar que el amor sería equitativo
es cuanto menos ingenuo e idealista. Además, por supuesto que los hijos que no
son únicos y tienen hermanos deben, asimismo, superar los celos y las
rivalidades con ellos.
“Si lo envidio es
por culpa suya”
Este
podía ser un perfecto eslogan del envidioso patológico, el cual no asume nunca
sus afectos y deseos negativos negándolos,
racionalizándolos y proyectándolos. Así que un individuo
con celos y/o envidia, como poco es un ser amargado incapaz autoposeerse, al
cual habría de aplicársele, reformulado, el célebre refrán con un “Dime qué
envidias y te diré de qué careces”, porque el envidioso no tolera que el otro
tenga –aunque en realidad no lo tenga, y esto ya es paradójico– aquello que
cree que sería extraordinario tener; como no lo posee, intentará destruirlo.
No se
puede ser tan reduccionista como para pensar que solamente lo edípico explica
estas temáticas, pues también se puede
aprender a ser envidioso en una larga tradición familiar de
envidiosos criticones, capaces de desmontar en dos frases lo mejor de las
personas envidiadas. De
hecho, nos hemos encontrado muchos pacientes (y no pacientes) con una
gran dificultad en abandonar un discurso familiar en el que se
infravalora al envidiado. De esta forma, estas personas se han
acostumbrado a agredir de pensamiento, verbo y acción a todo aquel que
tiene aquello de lo que ellos carecen y que –reiteramos–, a menudo, va a
estar oculto en un bien tangible como puede ser el dinero, pero que está
encubriendo otro tipo de carencias, como pueden ser la imagen que al
envidioso le podría dar o cree que le podría dar tener ese dinero, como
serían el respeto, la fama, el poder...
Y si
es tan superficial y poco sofisticado para anhelar sólo lo material es a menudo
también un negligente consigo mismo, dado que a buen seguro puede gastar y quemar
sus recursos económicos y energético– vitales en tareas más bien improductivas
como salir de marcha continuamente, pedir créditos para irse de vacaciones o de
puente y, en definitiva, vivir con un dinero que no es suyo y mantener
continuamente un estatus que está por encima de sus posibilidades. Al mismo tiempo, envidia las cuatro
cosas que cualquier otro puede tener, pero que ha obtenido con un
esfuerzo, un ahorro y una demora de la gratificación –suficiente y
necesaria– para, al menos, no tener deudas, tema éste que también quema
al envidioso, porque denota unos rasgos de personalidad que él no tiene.
La educación
temprana de muchos niños malcriados ha tenido buena parte de culpa en que
esto se dé, pero no toda, porque la persona –en último término– puede variar el
rumbo de sus sentimientos oscuros, si ve los defectos propios y los bienes
ajenos sin negarlos.
Por otra
parte, y en relación directa con este aspecto que se trata, si tomáramos en
cuenta el término de Cencillo de perdidizo (2002 b), podríamos decir que el
envidioso es perdidizo, puesto que en realidad no sabe vivir. Los
perdidizos son personas compulsivas, enganchadas a distintos impulsos que se
traducen en juego patológico o sexualidad desorganizada, por ejemplo. La
constante de los perdidizos es encontrarse desubicados en la existencia y en la
responsabilidad que les toca vivir y llevar a cabo.
Esta
cuestión coloca al ser envidioso en la tesitura del perdidizo, puesto que es
compulsivo en cuanto que desea lo que los otros tienen para sí. Es como una
patología de tener lo ajeno, sin caer en la cuenta de que, en la mayor parte
de los casos, eso es una tarea casi imposible.
Los procesos
identificativos que se patologizan pueden encadenarse en una circunstancia
donde la envidia y la rivalidad con el otro son una constante. La
identificación extrema sería una circunstancia en la que esto se da; es el caso
de quien quiere alcanzar los logros, valores y/o propiedades del otro, a
través de una burda imitación.
Este
hecho esconde una inseguridad primitiva y una necesidad de que se palie la
ansiedad sufrida, es decir, algo que se arrastra desde la más tierna infancia y
que bien podría tener que ver con el fenómeno de la identificación adhesiva
(Metzler, 1967 y 1975) que puede provocar (en el que se trata de
copiar) verdaderos quebraderos de cabeza y resultarle insoportable.
En un
principio, el ser humano –bebé todavía– tiene una necesidad de solaparse
simbióticamente con la madre que le cuida, para
atenuar las ansiedades que percibe (identificación adhesiva).
Por supuesto, nosotros nos estamos refiriendo más a una personalidad
adhesiva, en el sentido de la fijación que dicho carácter
puede generar respecto de uno o varios congéneres, tratando incluso de ser
ellos, más que parecerse; por lo cual ya no habría identificación adhesiva, sino
identificación proyectiva, puesto que se desearía introducir partes de sí mismo
en el otro para llevar a cabo un control y un dominio exhaustivos. Es decir,
que ya no se trataría tanto de pegarse al otro, sino de querer proyectarse
dentro, para ser él y manejarle a su antojo.
De todos
modos, con esta adhesividad me refiero más concretamente a ese tipo de
personalidades dependenciales que acosan a quien pretenden imitar de modo
constante, demostrando una enorme inseguridad que les hace ser otros; desde
luego, no ellos mismos, porque en el proceso de copiar constantemente al otro,
se convierten en una mala copia, esto es, de una insoportabilidad acuciante
para quien sufre esta circunstancia.
Ante una personalidad
tan siniestra y con tanta amalgama de malos pensamientos hacia los demás, ¿es
rehabilitable el envidioso?
Algunos,
como Castilla del Pino, opinan que la envidia es “crónica e incurable”
y que “dura toda la vida del envidioso” (2000, p. 318). En nuestra
opinión, existe cierto margen de confianza para pensar que, de algún modo, el
envidioso puede dejar de comportarse como tal, al menos en buena parte. Eso sí,
para dejar de serlo, tendrá que asumir mucho, incluso más de lo que
quisiera. Tendrá que afrontar sus inferioridades y complejos y, sobre todo,
descubrir la propia verdad de quién es: una identidad concreta que ha de
autoasumirse y comprender en sus limitaciones, pero sin atacar a los demás por
poseer aquello que a él le parece que le limita.
Es, en
definitiva, un proceso de rehabilitación y de reubicación psíquica semejante
al de cualquier ser humano aquejado de desajustes, que conllevan el ser
portador de afectos, en definitiva, negativos para él. Igual que el fóbico
tiene que afrontar sus inseguridades, miedos difusos y una personalidad débil
para comprender el desplazamiento que hace de todo esto sobre un objeto, el
envidioso –en semejante manera– tiene que darse cuenta de que es o ha sido
poco bondadoso, poco inteligente, bajo, poco atractivo, sin recursos
económicos... o que incluso todo esto es relativo en él, pero se ha
infravalorado constantemente tratando de reflejarse en el espejo de los otros,
que nada o poco tenían que ver con su identidad real y específica.
Bibliografía
Guerra, L. (s.f.). Tratado de la insoportabilidad
la" envidia y otras "virtudes" humanas. Desclëe de Brouwer.
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