ODIO Y FRAGILIDAD
El odio,
también denominado a menudo ira, es otra de aquellas virtudes humanas
que destrozan la reputación de nuestra especie. Este afecto mucho más universal
que la envidia –en cuanto a la percepción que se tiene de sentirlo– es un sentimiento
más vivido y comúnmente más observado. No todo el mundo siente la envidia de
manera intensa o ni siquiera la vivencia, por ser prácticamente inocua en esa persona;
sin embargo, el sentimiento de odiar a alguien o a algo es una circunstancia
autopercibida de manera más común.
Así, se
puede decir: “Me dio tanta rabia aquello que me dijo, que lo hubiera matado”;
breve lapso de odio o situaciones más duraderas, mantenidas en el tiempo cuando
alguien se siente vejado en una circunstancia concreta: unos cursos escolares,
el servicio militar, un trabajo en el que se le hizo la vida imposible. Con
todo esto se quiere decir que una de las principales causas que movilizan el
odio en las personas es que se perciba una humillación que ataque a la imagen
del sí-mismo que tienen, la que creen que tienen o la que les gustaría tener.
El odio
es un afecto negativo opuesto al amor. Es un sentimiento que va desgastando a
la persona, dado que sólo desde los sentimientos de cariño y amor, de querer
y ser querido, el ser humano puede realizarse al menos en parte, dado que
su naturaleza le lleva a ser inconformista. Por ello, quien vive en la vorágine
del odio, el rencor y la ira difusa ante el entorno, no disfruta de nada, se
siente a menudo resentido con el ambiente y la situación. Nada le llena, todo
es odioso. La persona está aquí, sin duda, en pleno proceso de destrucción de
sí misma.
Al igual
que ocurría con los celos y la envidia, el odio también puede ser sentido
dentro de la familia. En nuestra experiencia terapéutica observamos cómo en
ocasiones hay personas que sienten buenas dosis de ira contra miembros de la
familia. El número uno en el Top ten de los más odiados suele
ser el padre, por cuanto típicamente es la figura de autoridad que a menudo
dispone y prohíbe cuestiones diversas. Esto es, sin duda, bastante duro. Nos
encontramos con muchos relatos en los que los pacientes –de niños– sentían un
gran temor contra el padre, sobre todo, cuando éste había practicado castigos físicos
o había dispuesto una serie de normas cuya justificación era porque sí y
porque lo digo yo. Muchos se han sentido atacados y han albergado
grandes sentimientos de odio que les han llevado a devolverles una bofetada,
amenazarles con golpearlos e incluso planear de un modo imaginario cómo
asesinarlo o fantasear con su muerte física.
Itziar,
una paciente de 34 años que sufría crisis de ansiedad que después cedieron
hasta niveles que le permiten llevar una vida normal, llevaba año y
medio en tratamiento eludiendo siempre hablar de su familia. Todo se centraba
en el trabajo y en los problemas derivados de éste, así como en sus constantes
problemas con su pareja. En una ocasión, un compañero de trabajo le trató de
modo inapropiado y mandón, y eso le recordó al tipo de relación que
mantenía con su padre en la adolescencia quien la insultaba y golpeaba por no
hacer las cosas como él quería. En esa sesión entre rabiosa y afectada comentó:
Un día
llegué a comer más tarde de lo normal, porque me había entretenido con unas
compañeras del instituto. Cuando volví, todos estaban en la mesa, mi padre
comentó: “¡Vaya! ¡La niñata ya llegó! ¡Ven aquí que te voy a dar un bofetón
para que aprendas!”. No sé qué me pasó, pero empecé a sentirme muy enfadada;
tanto, que deseaba matarlo allí mismo. Así que cogí la fuente sobre la que
estaba la comida y le dije: “¡Cómo te atrevas a hacerme algo te la rompo en la
cabeza!”. No podía controlarme. En aquel momento creo que lo podría haber
matado. Cada vez que me acuerdo, me enfado muchísimo.
A partir
de este momento, se abrió el camino más seguro para elaborar sus problemas.
Cedió el nudo que hasta entonces no se desentrañaba y que le iba a permitir
expresar múltiples sentimientos enquistados.
Aquí se
observa algo más común de lo que parece: un sentimiento negativo, iracundo
contra el padre, que parece más intenso
en las mujeres que, en los varones, y que, sin embargo,
ellas parecen tener más facilidad para elaborarlo, abandonarlo y tener una
visión más objetiva de él.
No tiene
por qué llegar a los extremos del ejemplo que he propuesto, pero sí que es
cierto que, en múltiples ocasiones, las personas no se sienten valoradas por
sus padres; incluso pueden llegar a percibir que no son apoyados y que son
juzgados; lo cual, a su vez, los coloca en una posición de rencor que paraliza
la relación familiar, cuando no las relaciones que se mantienen fuera de ésta –incluidas
las de pareja– que se ven de manera común contaminadas por las mismas pautas
afectivas y de comunicación mantenidas años atrás en el entorno familiar.
El
ejemplo anterior muestra cómo no basta solamente con recuperar lo reprimido,
puesto que esta paciente tenía olvidados esos sentimientos de rechazo y odio
hacia el padre que eran constantes desde cuando era niña. Con darse cuenta
de esto, ninguna persona está completamente ajustada, sino que es
fundamental que haga una posterior elaboración que dote de una nueva
significación más objetiva las relaciones.
Por
ello, en muchos de estos casos, hasta que no se disipa el odio contra el padre
y se le comprende observando que, en realidad, se es más querido de lo que
parecía y que ciertas prohibiciones realizadas, en definitiva provienen de
su propio parecer, su educación e incluso su psicopatología, no suele haber
una mejora a nivel psicológico, dado que la persona tenderá a transferir esos
sentimientos patológicos al resto de los miembros de su entorno social. Tampoco
es cuestión de que la persona tenga que terminar amando al padre, pero al menos
es una garantía para su salud global el hacerse cargo de muchos de los
sentimientos que tiene hacia él.
Asimismo,
en las personas puede haber grandes sentimientos de ira contra la madre. En
este caso, los motivos no suelen ser por un castigo físico o por una disciplina
férrea, sino por la manipulación con la que han intervenido sobre el padre y/o
los hermanos de esa persona, para perjudicarla. Se trata de manipulaciones como
el chantaje afectivo:
“Si no
haces esto o aquello, demostrarás que no quieres a tu madre”; desde la
enfermedad: “Me he vuelto a poner enferma por el
disgusto que me has dado” o desde de ponerle la cabeza al
personal como una maraca: “El niño me ha hecho enfadar. A ver si lo enderezas de
una vez, porque yo no puedo con él”, caso en el que se lava las manos –porque
ella no castiga–, pero le echa al padre encima, lo que demuestra que, en
realidad, en muchas familias el poder lo maneja desde la sombra la madre.
Estas
circunstancias tan crudas ocurren, y son algunas de las causas que más
trastornan a las personas. Curiosamente, a quien dice que esto no puede ser,
le ha tocado de cerca –muy de cerca– el maltrato físico y/o psicológico; este
último –a lo peor– sin saberlo y, por eso, se resguarda tanto de que las cosas
sean así, porque todo marcha bien y los problemas nunca existen y,
por si acaso, toma unas copitas y hace unos viajes, no vaya a ser que la
realidad –en ocasiones cruda– se cuele por
algún
sitio y le dé un susto.
El
odio, en definitiva, no hace sino mostrar la debilidad del ser humano, ya que
nuestra fragilidad se pone de manifiesto desde el momento en que empezamos a
temer que alguien o algo nos dañe, nos quite el puesto, nos haga sombra, nos retire
protagonismo o cualquier posible circunstancia en la que nos sintamos
amenazados
De
hecho, en varias ocasiones, he oído de boca de mis pacientes que cuando han
dejado de tener miedo de sus jefes, sus ex-parejas o sus padres, han recuperado
y sentido una seguridad que les ha llevado a dejar de odiarlos, convirtiéndose
el odio en algo mucho más neutral, sin tanta carga emocional y, desde luego,
sin tanta inversión de energía.
“Nunca lo he odiado,
sino que lo quiero”
Y es que
el odio –al igual que los celos y la envidia–no es algo que pueda observarse a
menudo, tan fácilmente como para que sea patente, sino que hay que prestarle
atención para ver cómo drenan, traspasan, estos sentimientos a través de los
distintos mecanismos de defensa y de diversos comportamientos que antes o
después terminan saliendo de ojo. Asimismo, ha de hacerse un fino análisis de
la veracidad del arrepentimiento de quien odia.
El
odio a menudo se resuelve, básicamente, con dos mecanismos de defensa: la negación y la formación
reactiva: “Yo no lo odio, incluso lo amo”. Esto
es lo que puede pasar si se rodea de alguien que lo odia, pero parece amigable;
aunque lleve presentes a su casa o le haga favores, suele ser sumamente
peligroso, dado que los sentimientos que están marginados en la mente salen
inevitablemente por algún sitio.
Así,
esta persona que tanto nos ama desvela, por ejemplo, algún secreto nuestro
comprometedor, en broma nos ridiculiza delante de otros con algún
comentario de esos que se dicen por decir, pero que se terminan diciendo
y hieren, o, de repente, observamos en él arrebatos contra nosotros. Se trata
de actitudes, todas ellas, que desentrañan la verdadera naturaleza de sus
afectos para con nosotros. No estoy diciendo, ni mucho menos, que siempre que
se le dé algo sea por una formación reactiva, no; lo que digo es que quien en
realidad le quiere y aprecia rara vez incurrirá en estos accidentes que
dañen su identidad: si le regala algo lo hará con amor; si le aconseja o
recrimina, lo hará de buen corazón y, en general, será incondicional para con
usted.
Es algo
parecido a lo que sucede con esos niños que son “no deseados” y que, en
realidad, los padres no quieren tener en sus vidas porque querrían haber disfrutado
más de su juventud. El deseo de fondo está en que no se quería
tenerlos, pero se ha de cuidar de ellos.
Mientras
que para algunos no es tan problemático –porque enfrentan adaptativamente la
circunstancia y la asumen–, otros –a menudo por egoísmo– no lo hacen así y,
como por casualidad, sus hijos sufren más accidentes de lo común por
negligencias (constantes caídas aparatosas, intoxicaciones por atiborramiento
de fairy o por comer jaboncitos en forma de fruta...).
O como
hoy es más típico: inscribirlos, contra su voluntad –a ciertas edades– en todo
tipo de actividades (natación, artes marciales, campamentos, música,
idiomas...) –a menudo excesivas, para lo que es la vida de un niño –durante
todos los días de la semana, para no hacerse cargo de ellos, que –en realidad–
es lo que se desea.
Al niño,
si se le deja un margen, sabe optar desde temprana edad hacia sus actividades
de ocio y sus primeros hobbies que vendrán determinados por elementos tales
como las vigencias, la identificación con otros (padres, hermanos, amigos...);
las actividades deben ser siempre realizadas con moderación, y en el caso de
que los niños así lo quieran, sin someterles a una maratón en la que terminan
sin saber qué hacen, en realidad, para descansar de la cotidianidad del
colegio.
El
someter a los niños a hacer todo este tipo de tareas no supone necesariamente
que se odie a los propios hijos –aunque hay a quien le pasa–, sino que, en una
muy sospechosa dejadez, se les priva del cariño y apego familiar que necesitan
para su correcto desarrollo como seres humanos, para que las relaciones
estructurantes que hayan tenido les hagan sentirse queridos en un futuro.
En los
fenómenos grupales, el odio es algo que une (Castilla del Pino, 2002), y algo
que se aprende; por ejemplo, los hinchas extremos de un club de fútbol que
odian a los del otro club de fútbol; o la problemática de odio a las personas
de raza negra que se ha dado desde hace siglos en los Estados Unidos. Eso sí,
tenemos que volver a reiterar cuál es el motor fundamental del odio: el
temor ante la amenaza de que nos destruyan. Por eso, lo que odiamos, en
realidad, es lo que tememos y nos pone en la tesitura de vigilar para que no
nos dañe. De ahí que la envidia sólo puede darse en virtud del odio, porque sin
el paso previo de la irascibilidad y el rencor que produce el éxito del otro,
no se puede llegar a envidiarlo y querer destruirlo. En estos casos,
se justifica el odio por procesos de identificación, que, a la vez
y de modo defensivo, hacen de disculpa en la actividad odiosa porque todo
el grupo lo hace.
El odio
a menudo trata de subsanarse mediante el mecanismo de la reparación (Klein,
1937). Para la autora, este proceso viene dado ante la posición depresiva que
el bebé adopta cuando cae en la cuenta de la hostilidad manifestada mediante
sus fantasías hacia los objetos buenos.
Es
entonces cuando querrá reparar el daño que ha hecho. Sin entrar en discusiones
sobre la veracidad del hecho de que desde tan temprano el ser humano lleve a
cabo estas tareas, sí que es cierto que, a menudo, cuando somos más mayores,
tendemos a reparar determinadas acciones que han hecho o –creemos– que han
podido hacer daño a los otros. La reparación como proceso en estas fases
tempranas del desarrollo evolutivo es un paso necesario para que se den
posteriormente procesos sanos y adaptativos de amar. La reparación descrita
viene fundamentalmente dada en virtud del sentimiento de culpa.
La culpa
es algo que funciona estupendamente en el ser humano, sobre todo, cuando es
angustiosa y se vive de un modo intenso. Por eso, el mejor momento para que el
telespectador reaccione ante la podredumbre del mundo es la hora de las
comidas, cuando salen diversos anuncios de instituciones que invitan a donar
dinero o apadrinar niños que aparecen crudamente desnutridos en países
tercermundistas.
El
publicista muestra la realidad sin filtros, tal como es; de ahí que tenga más
probabilidades de funcionar ante la angustia suscitada en el receptor, que se
puede sentir culpable en ese momento por tener que comer e incluso, sobrarle.
Cuanto mayor sea la culpa –y para romper con ese sentimiento–, habrá una mayor
probabilidad de que la persona ceda dinero o bienes para esas instituciones.
En este
caso, la persona no ha hecho nada directamente para que la situación se dé,
pero cuando en el daño causado tiene una participación directa o indirecta,
la culpa será mayor, si ésta contiene moderados índices de civismo (no hace falta
que se sea un beato). Una de las respuestas más típicas será la de
reparar. Por ejemplo, imaginemos el caso de dos amigos que discuten
acaloradamente. Uno de ellos siente conatos de ira y agrede al otro verbalmente
haciendo que éste se sienta muy mal. Es probable que el agresor quiera reparar
después, pidiendo perdón, haciendo un regalo o invitándole al cine.
Circunstancia ésta que se ve más claramente en la pareja después de una buena
disputa. Posteriormente vendrá la culpa de haber hecho daño al ser querido y se
tenderá a reparar, con conductas como las anteriores, además de otras
lúdico-sexuales, como la conocida reconciliación en la cama.
Segal
(1964) nos recuerda cómo a veces la reparación no se hace de un modo adaptado.
Así, la persona procede con una reparación maníaca, que
constituye un auténtico mecanismo defensivo en el cual, en realidad, no se
quiere ni reparar ni arreglar nada. De hecho, no se reconoce la culpa del
daño que se ha hecho y el objeto de reparación se percibe como inferior por
quien hace esta reparación.
En mi
opinión, esto es exactamente lo que hace una formación reactiva
desadaptativa: eludir, negando el odio devastador, destructivo y
rabioso, cambiándolo por una supuesta reparación en la que se regalan cosas o
hacen favores. Con esta actitud, no se reconoce ni se halla –ni mucho
menos– un amor verdadero, sino que más bien habrá una relación de comparación,
rivalidad o incluso temor.
En la
psicoterapia se aprecia muy bien la reparación después de que un paciente ha
incurrido en agresiones directas o indirectas
–puestas en acto o no– al terapeuta (como negarle cada
interpretación o indicación, llegar tarde a las sesiones o anularlas
periódicamente, no pagarlas, criticar al terapeuta o a su despacho...). Si el
terapeuta analiza con conveniente cautela y detenimiento los hechos, constatará
que después se producirá una transferencia depresiva (Kernberg, 1991) como
consecuencia inmediata de la toma de conciencia que hace el paciente de la
agresividad que ha proyectado en el terapeuta. Al asumir la agresión realizada,
brotan sentimientos de culpabilidad que recuerdan al posicionamiento depresivo
expuesto por Klein que hará que el paciente intente una reparación, mostrando
aceptación y respeto por el terapeuta y por el tratamiento que lleva a cabo a
favor de su salud psíquica. Esto conllevará un claro proceso de mejora y de encuentro
con lo más íntimo de sí mismo.
Pero, en
ocasiones, la reparación puede ir por otros derroteros que van en la dirección
contraria de la ayuda del paciente. En el caso de Sara, cuando se atrevió a
manifestar verbalmente en las sesiones las tensiones y sus sentimientos para
con su familia, empezó a sentirse culpable de tener esos pensamientos y de
criticar a sus familiares; tanto, que trata de reparar para con ellos el mal
que cree que ha hecho ante su queja.
Para
ello decidió abandonar el tratamiento arguyendo excusas que nada tenían que ver
con una razón fundamentada. A través de
una elaboración del asunto, pudimos ver cómo su sentimiento
de culpabilidad le llevaba a hacerse daño una y otra vez, con su decisión de no
expresarse y de abandonar una tarea que hasta entonces la estaba ayudando
mucho, tal y como ella decía.
En
ocasiones sucede que el paciente teme que haya una retaliación en la
psicoterapia, es decir, que los sentimientos de odio, celos o malestar
que experimentan hacia sus seres queridos se vuelvan de algún modo
contra ellos. Es como un miedo difuso, infundado e incluso mágico de que
esto pueda suceder. En más de una ocasión hemos oído en una anciana:
“¿No me castigará Dios por hablar mal de mi hijo aquí?” o en el caso de
un hijo que trataba de ser modélico, aunque sentía una agresividad
despiadada contra toda su familia: “Qué malo soy, seguro que me pasa
algo por decir estas cosas y sentir estas emociones tan feas”.
La
culpa, en este caso, no sirve de mucho para la ayuda del paciente, dado que no
se encuentra ni mucho menos basada en un aprecio o en un amor genuinos; ni
siquiera le lleva a asumir sus sentimientos;de ahí que se produzca un conflicto
superyoico entre los impulsos hostiles y lo que se supone que se debiera sentir
“como los niños buenos”. Esto va nuevamente en contra del
paciente, si no se siente con derecho de expresar y sentir lo que quiera en las
sesiones.
Otro
mecanismo de defensa relacionado con el odio es el desplazamiento.
Un ritual de los ancestrales hebreos consistía en que el sacerdote a través de
una imposición de manos sobre un chivo le pasaba los pecados y males que
su pueblo había realizado. Así, el chivo expiaba la culpa de todo el pueblo;
posteriormente se le dejaba ir una vez realizada su función de chivo expiatorio.
Hoy en día se sigue utilizando esta expresión cuando a una persona o grupo
se le hace pagar por las culpas o acciones de otros cuando quien expía la culpa
es inocente. Esto puede suceder por variables externas y, por supuesto, por
cualidades internas de quien desplaza su odio hacia otros. Vale la pena
relacionar esta dinámica con el concepto de T. W. Adorno de personalidad autoritaria.
Estos
sujetos poseen personalidades que han estado mediatizadas desde la infancia por
un entorno autoritario, prohibitivo y frustrante. Ello les ha llevado a tener
una gran dependencia a la vez que sentimientos hostiles de corte inconsciente
en los que perfectamente podría encajar el odio. De esta forma, estas personas
pueden tener la tendencia a desplazar su agresividad contra grupos minoritarios
(contra todos en general), que han de pagar sus platos rotos.
Bibliografía
Guerra, L. (s.f.). Tratado de la insoportabilidad
la" envidia y otras "virtudes" humanas. Desclëe de Brouwer.
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