EL
RECHAZO COMO TRAUMA PSICOLÓGICO
Traumas psicológicos
de menor intensidad, pero más continuos
1. Traumas jerárquicos
Son los derivados de la dominación reiterada
perpetrada por otra u otras personas. El sujeto que ha sufrido estos traumas ha
sido sojuzgado en muchas ocasiones, se le ha recordado que está en un escalón
inferior en la jerarquía, ha sufrido menosprecios, burlas, humillaciones,
órdenes caprichosas, gritos e incluso agresiones, en los casos más graves de
dominación. La finalidad de estos comportamientos es plasmar la superioridad de
esa persona sobre el subordinado.
La dominación y la violencia, la percepción que
alguien puede tener de inferioridad constante con respecto a otra persona que,
además abusa de su superioridad, es algo enormemente doloroso y que deja una
huella traumática, en forma de vulnerabilidad jerárquica, en la persona.
La vulnerabilidad
jerárquica es la sensibilidad extrema que el sujeto que la
padece tiene a las situaciones en las que se siente dominado, tratado injustamente
por alguien poderoso o, simplemente, se considera instalado en una posición de
inferioridad con respeto a otra persona o personas. Esta sensibilidad puede
generar reacciones de todo tipo de acuerdo con la evolución de la personalidad
de dicho sujeto: desde comportamientos de ansiedad evitativa hasta explosiones
de ira, por ejemplo. Permite entender, por ejemplo, los trastornos de ansiedad
evitativa y paranoide.
2. Traumas afectivos
Son los que producen la vulnerabilidad al
rechazo, la cual es reflejo de una inseguridad afectiva subyacente; de una
certeza o, como mínimo, de una sensación inconsciente de que los lazos
emocionales que unen al sujeto vulnerable con sus figuras más significativas
(especialmente la pareja en el caso de la dependencia emocional) son frágiles,
inestables y pueden quebrarse en cualquier momento. Sin embargo, tener
seguridad afectiva es vivir con tranquilidad las relaciones y adquirir una
convicción interior de que los lazos que la fundamentan son sólidos y
difícilmente quebrantables. La seguridad o inseguridad afectiva proviene de
experiencias vividas en este ámbito.
Los traumas afectivos están en la base de la
inseguridad afectiva. Son un conjunto de experiencias, mantenidas durante un
período que normalmente es muy extenso y que puede incluso cubrir etapas
vitales completas, que ocasionan sufrimiento emocional por parte de terceras
personas.
Una discusión o una decepción normales que
provienen de un ser querido no entrarían en esta categoría de “trauma”, se
necesita una dinámica, un ambiente más o menos constante en el que, con
frecuencia, se produzca el sufrimiento o una intensidad extrema.
Este tipo de traumas no suele ser de un único
tipo; lo normal es que haya una mezcla de comportamientos asociados que
originen un ambiente emocionalmente tóxico. Dicho ambiente es lo realmente
traumático, un entorno o un gran conjunto de relaciones afectivas
interiorizadas de carácter patológico y que ocasionan un daño importante en la
psique del individuo.
Ambientes concretos
patológicos que están en la base de la dependencia emocional
Para que estos ambientes posean una naturaleza más
traumática, se deben producir durante la infancia, ya que la mente de los niños
es más vulnerable y está más necesitada de entornos saludables para la construcción
adecuada de su autoestima y su personalidad; posteriormente estos entornos
resultarían dolorosos, pero no forzosamente traumáticos.
a) Carencias afectivas tempranas
Consisten en la recepción escasa de amor por
parte de los seres más significativos. Para que estas carencias devengan en
trauma es importante que sean más bien generalizadas; cuando hay figuras de
primer nivel como, por ejemplo, uno de los progenitores, que sí responde de
manera positiva y mantiene un trato constante con el niño, se proporciona el
suministro emocional necesario para que esta circunstancia no sea patógena.
Las carencias afectivas configuran ambientes
muy fríos, con o sin hostilidad adicional, en los que el niño no se siente
importante o prioritario. Las muestras explícitas de cariño o no se producen o
son muy escasas; tampoco hay verbalizaciones de este tipo o se comparte poco
tiempo prestando atención al niño, jugando con él, escuchándolo...Las
interacciones en momentos como las comidas, la hora de acostarse o el camino al
colegio son frías y/o llenas de órdenes y riñas, sin cariño ni risas. Lo normal
es que estos ambientes sean continuos, aunque también puede existir una
inestabilidad bien por circunstancias, por ejemplo, económicas o bien por una
variabilidad del estado de ánimo de los progenitores, como sucede cuando uno de
ellos o los dos padecen trastornos mentales o de la personalidad.
b) Sobreprotección devaluadora
Hay una interacción con el niño, pero marcada
por la sensación que se le transmite de inutilidad, de no valer para nada ni
ser capaz de realizar tareas cotidianas. Los menosprecios y las malas formas se
suceden en lo que no deja de ser una devaluación subyacente, enmascarada por el
comportamiento proteccionista.
Las consecuencias son tanto la ausencia de autonomía propia de la
sobreprotección, como también la vivencia de incapacidad fruto de la devaluación, que generará más adelante un
notable déficit de autoestima. En
definitiva, se estará gestando un yo desamparado y con poca sensación de
validez, de ser querible.
Esta pauta es compatible con las carencias
afectivas tempranas porque puede existir un ambiente carente afectivamente en
el que, cuando proceda, aparezcan manifestaciones de sobreprotección
devaluadora; una especie de comportamiento de abnegación, con apariencia de
positivo, en el que se esconde un desprecio subyacente hacia el menor.
c) Vinculación afectiva egoísta
Es un tipo de lazo que se establece con el niño
(y que, en la edad adulta, puede darse en otro tipo de relaciones, como las de
pareja, algo muy frecuente en la dependencia emocional) en el que el centro es
el adulto. Este lazo es básicamente de entrada, y no de salida; de recepción, y
no de emisión. La persona pretende ser querida y no se preocupa por querer. El
amor egoísta ocupa un papel privilegiado en la relación. No obstante, es muy
difícil de determinar lo negativo de esta pauta porque, en apariencia, la
relación adulto-niño es muy estrecha y parece que el amor y la complicidad fluyen.
De la misma forma, en las relaciones de pareja en las que el miembro dominante
tiene un estilo de amar egoísta, cuesta ver que dicho amor no es sano ya que
quizá sea muy abundante. En la práctica, este amor egoísta es realmente una
posesividad en la que el sujeto que lo profesa sólo pretende la cercanía y la
disponibilidad afectiva del otro.
De esta manera, termina siendo el niño el que
escucha los problemas del adulto, el que lo acompaña a casi todo y el que tiene
que estar siempre disponible o accesible. El adulto utiliza en muchas ocasiones
el chantaje emocional para conseguir sus fines. Las consecuencias son muy
nocivas para la autoestima, constituyendo también un trauma afectivo que
determinará en la adultez, por ejemplo, que la persona que ha sufrido este tipo
de amor sea ambivalente en sus relaciones de pareja, buscando mucha cercanía en
las mismas y alternando esta cercanía con otras fases de mayor distancia o de
hostilidad hacia la otra persona.
En esta pauta no procede hablar de carencias afectivas,
sino de un afecto primitivo, poco evolucionado y patológico. Más que de
carencia, se trata de toxicidad.
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