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INMADUREZ EMOCIONAL

 

LA INMADUREZ EMOCIONAL: EL ESQUEMA CENTRAL DE TODO APEGO

Pese a que el término inmadurez puede resultar ofensivo o peyorativo para ciertas personas, su verdadera acepción nada tiene que ver con retardo o estupidez.

La inmadurez emocional implica una perspectiva ingenua e intolerante ante ciertas situaciones de la vida, generalmente incómodas o aversivas. Una persona que no haya desarrollado la madurez o inteligencia emocional adecuada tendrá dificultades ante el sufrimiento, la frustración y la incertidumbre. Se trata de una falta de autocontrol y/o autodisciplina que muestran algunas personas que no toleran el sufrimiento, la frustración y la incertidumbre.

Manifestaciones más importantes de la inmadurez emocional relacionadas con el apego afectivo y con las adicciones en general:

a) bajos umbrales para el sufrimiento

b) baja tolerancia a la frustración y

c) la ilusión de permanencia.

Bajos umbrales para el sufrimiento o la ley del mínimo esfuerzo

La comodidad, la buena vida y la aversión por las molestias ejercen una atracción especial en los humanos. Prevenir el estrés es saludable (el tormento por el tormento no es recomendable para nadie), pero ser melindroso, sentarse a llorar ante el primer tropiezo y querer que la vida sea gratificante las veinticuatro horas, es infantil.

La incapacidad para soportar lo desagradable varía de un sujeto a otro.

No todos tenemos los mismos umbrales o tolerancia al dolor. Hay personas que son capaces de aguantar una cirugía sin anestesia, o de desvincularse fácilmente de la persona que aman porque no les conviene, mientras que a otras hay que obligarlas, sedarlas o empujarlas.

Estas diferencias individuales parecen estar determinadas no sólo por la genética, sino también por la educación. Una persona que haya sido contemplada, sobreprotegida y amparada de todo mal en sus primeros años de vida, probablemente no alcance a desarrollar la fortaleza (coraje, decisión, aguante) para enfrentar la adversidad. Le faltará el «callo» que distingue a los que perseveran hasta el final. Su vida se regirá por el principio del placer y la evitación inmediata de todo aversivo, por

insignificante que éste sea. Todo cambio requiere de una inversión de esfuerzo, un costo que los cómodos no están dispuestos a pagar. El sacrificio los enferma y la molestia los deprime. La consecuencia es terrible: miedo a lo desconocido y apego al pasado.

Dicho de otra manera, si una persona no soporta una mínima mortificación, se siente incapaz de afrontar lo desagradable y busca desesperadamente el placer, el riesgo de adicción es alto. No será capaz de renunciar a nada que le guste, pese a lo dañino de las consecuencias, y no sabrá sacrificar el goce inmediato por el bienestar a mediano o largo plazo; es decir, carecerá de autocontrol.

Las grandes decisiones siempre conllevan dolor, desorganización y perturbación. La vida no viene en bandeja de plata.

El pensamiento central de la persona apegada afectivamente y con baja tolerancia al sufrimiento se expresa así:

«No soy capaz de renunciar al placer/bienestar/ seguridad que me brinda la persona que amo y soportar su ausencia. No tengo tolerancia al dolor. No importa qué tan dañina o poco recomendable sea la relación, no quiero sufrir su pérdida. Definitivamente, soy débil. No estoy preparado para el dolor».

Baja tolerancia a la frustración o el mundo gira a mi alrededor

La clave de este esquema es el egocentrismo, es decir: «Si las cosas no son como me gustaría que fueran, me da rabia».

Tolerar la frustración de que no siempre podemos obtener lo que esperamos, implica saber perder y resignarse cuando no hay nada que hacer. Significa ser capaz de elaborar duelos, procesar pérdidas y aceptar, aunque sea a regañadientes, que la vida no gira a nuestro alrededor. Aquí no hay narcisismo, sino inmadurez.

Lo infantil reside en la incapacidad de admitir que «no se puede». Si a un niño malcriado se le niega un juguete con el argumento real de que no se tiene el dinero suficiente para comprarlo, él no entenderá la razón, no le importará. De todas maneras, exigirá que su deseo le sea concedido. Gritará, llorará, golpeará, en fin, expresará su inconformidad de las maneras más fastidiosas posibles, para lograr su cometido. El «Yo quiero» es más importante que el «No puedo». Querer tener todo bajo control es una actitud inocente, pero poco recomendable.

Muchos enamorados no decodifican lo que su pareja piensa o siente, no lo comprenden o lo ignoran como si no existiera. Están tan ensimismados en su mundo afectivo, que no reconocen las motivaciones ajenas. No son capaces de descentrarse y meterse en los zapatos del otro. Cuando su media naranja les dice: «Ya no te quiero, lo siento», el dolor y la angustia se procesa solamente de manera autorreferencial: «¡Pero si yo te quiero!»

Como si el hecho de querer a alguien fuera suficiente razón para que lo quisieran a uno. Aunque sea difícil de digerir para los egocéntricos, las otras personas tienen el derecho y no el «deber» de amarnos. No podemos subordinar lo posible a nuestras necesidades. Si no se puede, no se puede.

Los malos perdedores en el amor son una bomba de tiempo. Cuando el otro se sale de su control o se aleja afectivamente, las estrategias de recuperación no tienen límites ni consideraciones; todo es válido. La rabieta puede incluir cualquier recurso, con tal de impedir el abandono. El fin justifica los medios.

A veces ni siquiera es amor por el otro, sino amor propio. Orgullo y necesidad de ganar:

«¿Quién se cree que es?… ¿Cómo se atreve a echarme?»

La inmadurez también puede reflejarse en el sentido de posesión:

«Es mío», «Es mía» o «No quiero jugar con mi juguete, pero es mío y no lo presto».

Muchas veces no es la tristeza de la pérdida lo que genera la desesperación, sino quién echó a quién. Si se obtiene nuevamente el control, la revancha no se hace esperar:

«Cambié de opinión. Realmente no te quiero». Ganador absoluto.

El pensamiento central de la persona apegada afectivamente y con baja tolerancia a la frustración se expresa así:

«No soy capaz de aceptar que el amor escape de mi control. La persona que amo debe girar a mi alrededor y darme gusto. Necesito ser el centro y que las cosas sean como a mí me gustaría que fueran. No soporto la frustración, el fracaso o la desilusión. El amor debe ser a mi imagen y semejanza».

Ilusión de permanencia o de aquí a la eternidad

En el afán de conservar el objeto deseado, la persona dependiente, de una manera ingenua y arriesgada, concibe y acepta la idea de lo «permanente», de lo eternamente estable. El efecto tranquilizador que esta creencia tiene para los adictos es obvio: la permanencia del proveedor garantiza el abastecimiento. Aunque es claro

que nada dura para siempre, la mente apegada crea el anhelo de la continuación y perpetuación ad infinitum: la inmortalidad.

Hace más de dos mil años, Buda alertaba sobre los peligros de esta falsa eternidad psicológica: «Todo esfuerzo por aferrarnos nos hará desgraciados, porque tarde o temprano aquello a lo que nos aferramos desaparecerá y pasará. Ligarse a algo transitorio, ilusorio e incontrolable es el origen del sufrimiento. Todo lo adquirido puede perderse, porque todo es efímero. El apego es la causa del sufrimiento».

La paradoja del sujeto apegado:

 Por evitar el sufrimiento instaura el apego, el cual incrementa el nivel de sufrimiento, que lo llevará nuevamente a fortalecer el apego para volver otra vez a padecer. El círculo se cierra sobre sí mismo y el vía crucis continúa.

 El apego está sustentado en una falsa premisa, una utopía imposible de alcanzar y un problema sin solución. La siguiente frase, nuevamente de Buda, es de un realismo cruento pero esclarecedor:

 «Todo fluye, todo cambia, todo nace y muere, nada permanece, todo se diluye; lo que tiene principio tiene fin, lo nacido muere y lo compuesto se descompone. Todo es transitorio, insustancial y, por tanto, insatisfactorio. No hay nada fijo de qué aferrarse».

Los «Tres Mensajeros Divinos», como él los llamaba: enfermedad, vejez y muerte, no perdonan. Tenemos la opción de rebelarnos y agobiarnos porque la realidad no va por el camino que quisiéramos, o afrontarla y aprender a vivir con ella, mensajeros incluidos. Decir que todo se acaba significa que las personas, los objetos o las imágenes en las cuales hemos cifrado nuestras expectativas de salvaguardia personal, no son tales.

Aceptar que nada es para toda la vida no es pesimismo sino realismo saludable. Incluso puede servir de motivador para beneficiarse del aquí y el ahora: «Si voy a perder los placeres de la vida, mejor los aprovecho mientras pueda». Ésta es la razón por la cual los individuos que logran aceptar la muerte como un hecho natural, en vez de deprimirse, disfrutan de cada día como si fuera el último.

En el caso de las relaciones afectivas, la «certeza sí que es incierta». El amor puede entrar por la puerta principal y en cualquier instante salir por la de atrás. No estoy diciendo que no existan amores duraderos y que el hundimiento afectivo deba producirse inevitablemente. Lo que estoy afirmando es que las probabilidades de ruptura son más altas de lo que se piensa, y que el apego no parece ser el mejor candidato para salvaguardar y mantener a flote una relación. Por desgracia, no existe eso que llamamos seguridad afectiva. Cuando intentamos alcanzar este sueño existencial, el vínculo se desvirtúa. Algunos matrimonios no son otra cosa que un secuestro amañado.

No hay relación sin riesgo. El amor es una experiencia peligrosa y atractiva, eventualmente dolorosa y sensorialmente encantadora. Este agridulce implícito que lleva todo ejercicio amoroso puede resultar especialmente fascinante para los atrevidos y terriblemente amenazante para los inseguros. El amor es poco previsible, confuso y difícil de domesticar. La incertidumbre forma parte de él, como de cualquier otra experiencia.

Las personas que han creado el esquema mental de la permanencia se asombran cuando algo anda mal en su pareja, las toma por sorpresa y en contravía: «Jamás pensé que esto me pasara a mí», «Creí que yo nunca me separaría», «Me parece imposible», «No lo puedo creer» o «No estaba preparado para esto».

Acepto que cuando alguien se casa no debe hacerlo pensando en la separación; sería absurdo ser tan pesimista. Pero una cosa es el optimismo moderado y otra el pensamiento mágico. El realismo afectivo implica no confundir posibilidades con probabilidades. Una persona realista podría argumentar algo así: «Hay muy pocas probabilidades de que mi relación se dañe, remotas si se quiere, pero la posibilidad siempre existe. Estaré vigilante». Una persona ingenua se dejará llevar por la idea romántica de que ciertos amores son invulnerables e inalterables. La aterrizada puede ser mortal.

El pensamiento central de la persona apegada afectivamente y con ilusión de permanencia se expresa así:

«Es imposible que nos dejemos de querer. El amor es inalterable, eterno, inmutable e indestructible. Mi relación afectiva tiene una inercia propia y continuará para siempre, para toda la vida».

Bibliografia

Walter Riso ¿amar o depender?


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