LEYES DE LOS LÍMITES A APRENDER PARA COMENZAR A DISFRUTAR LA VIDA
Primera ley: La
siembra y la cosecha
La ley de causa y efecto es una ley básica
de la vida. La Biblia la llama la ley de la siembra y la cosecha. «Cada uno cosecha lo que
siembra. El que siembra para agradar a su naturaleza pecaminosa, de esa
misma naturaleza cosechará destrucción; el que siembra para agradar al
Espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna» (Gálatas 6:7-8). Cuando Dios
nos dice que cosecharemos lo que sembramos, no nos está castigando; nos está
diciendo cómo son las cosas:
·
Si usted fuma, muy posiblemente desarrollará la
tos seca del fumador, o incluso un cáncer de pulmón.
·
Si gasta dinero de más, muy probablemente
recibirá llamadas de sus acreedores, y hasta puede llegar a pasar hambre por no
tener dinero para los alimentos.
·
Si come correctamente y hace ejercicio físico
con regularidad, posiblemente no se resfriará muy a menudo ni tendrá muchos
ataques de gripe.
·
Si hace su presupuesto con prudencia, tendrá
dinero para pagar las cuentas y para los comestibles.
En ocasiones, sin embargo, la gente no cosecha lo que
siembra, porque alguien interviene y les cosecha las consecuencias por ellos.
Si cada vez que usted gastó de más, su madre le envió dinero para cubrir los
sobregiros o los abultados saldos de la tarjeta de crédito, usted nunca
cosechará las consecuencias de su despilfarro. Su madre lo estará protegiendo
de las consecuencias: el acecho de los acreedores o el pasar hambre. Como bien
lo evidencia la madre en el ejemplo anterior, la ley de la siembra y la
cosecha puede ser interrumpida. Y suelen ser las personas carentes de
límites las que provocan la interrupción, interviniendo y socorriendo a
los irresponsables.
Rescatar a una persona para que no sufra las
consecuencias naturales de su conducta, le permitirá continuar con su
comportamiento irresponsable. El irresponsable no sufre las
consecuencias; otra persona sí.
Hoy en día llamamos codependiente a
la persona que continuamente rescata a otra persona. Terminan por pagar
las cuentas (física, emocional y espiritualmente) y el despilfarro se vuelve
incontrolable y sin consecuencias. El irresponsable continúa siendo amado,
mimado y tratado con amabilidad. Establecer límites ayuda a las personas
codependientes a dejar de interrumpir la ley de la siembra y la cosecha en la
vida de sus seres queridos. Los límites obligan a la persona que siembra a
ser también la que cosecha. No es suficiente enfrentar a la persona
irresponsable. Este no sentirá la necesidad de cambiar porque su conducta
no le causa ninguna molestia. Una persona irresponsable no siente dolor
cuando es confrontada con sus actos; solo las consecuencias son dolorosas.
Si, el irresponsable es sensato, la confrontación pudiera hacerlo cambiar de
conducta. Pero las personas atrapadas en patrones destructivos no suelen ser
sensatas. Primero tienen que sufrir las consecuencias de sus actos antes de
cambiar su comportamiento.
La Biblia nos dice que es en vano enfrentar a las personas
insensatas: «No reprendas al insolente, no sea que acabe por odiarte;
reprende al sabio, y te amará» (Proverbios 9:8). Las personas
codependientes son objeto de insulto y dolor cuando enfrentan al irresponsable.
En realidad, sería suficiente con tal que dejaran de interrumpir la ley de la
siembra y la cosecha en las vidas ajenas.
Segunda ley: La
responsabilidad
La ley de la responsabilidad comprende el amarse
mutuamente. La ley del cristiano se resume en el mandamiento de amar
(Gálatas 5:13-14). Jesús lo llama «mi» mandamiento: «Que se amen los unos a los
otros, como yo los he amado» (Juan 15:12). Cada vez que no amemos a los demás,
no estamos asumiendo la plena responsabilidad por nosotros mismos; hemos negado
nuestro corazón. Los problemas aparecen cuando los límites de responsabilidad
son confusos. Debemos amarnos unos a otros, no «ser» unos por otros. Yo no
puedo sentir sus sentimientos por usted. No puedo pensar por usted. No puedo
comportarme por usted. No puedo experimentar la decepción que los límites le
producen.
En resumen, no puedo crecer por usted; solo usted puede
hacerlo. Del mismo modo, usted no puede crecer por mí. El mandato bíblico
para el crecimiento personal es: «Lleven a cabo su salvación con temor y
temblor, pues Dios es quien produce en ustedes tanto el querer como el hacer
para que se cumpla su buena voluntad» (Filipenses 2:12-13). Su
responsabilidad es usted mismo. Mi responsabilidad soy yo mismo. La Biblia,
además, nos dice que debemos tratar a los demás como quisiéramos que nos
trataran a nosotros. Si estamos marginados, desamparados y sin esperanza,
no cabe duda que desearíamos recibir ayuda y amparo. Esto es una parte muy
importante de tener responsabilidad «hacia» los demás. Otro aspecto de la
responsabilidad «hacia» los demás se manifiesta no en dar sino en fijar límites
a la conducta destructiva e irresponsable de otra persona. No es bueno
rescatar a las personas de las consecuencias de su pecado; solo conseguirá
tener que volver a hacerlo la próxima vez. Habrá reforzado el patrón
(Proverbios 19:19).
Es el mismo principio que rige la crianza de los niños; es
perjudicial no poner límites a los demás. Los conduce a la destrucción
(Proverbios 23:13). Hay un hilo conductor a través de toda la Biblia que
enfatiza que debemos dar cuando hay necesidad y poner límites al pecado. Los
límites nos ayudan precisamente a hacer eso.
Tercera ley: El
poder
Los cristianos en
terapia y recuperación manifiestan una confusión común:
¿Me es imposible dominar mi conducta? Si no puedo dominarla,
¿cómo se me hace responsable de mis actos? ¿Qué cosas sí puedo dominar?
Los Doce Pasos y la Biblia enseñan que las
personas deben admitir que moralmente son un fracaso.
Los alcohólicos admiten que no pueden dominar el alcohol; no
tienen el fruto del dominio propio. No pueden controlar su adicción, como lo
expresó Pablo: «No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo
que aborrezco… De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero…
pero me doy cuenta que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley
del pecado. Esta ley lucha contra la ley de mi mente, y me tiene cautivo»
(Romanos 7:15, 19, 23).
Esto es falta de domino. Juan dice que todos estamos
en ese estado, y que si alguien afirma lo contrario está mintiendo (1 Juan 1:8)
Si bien usted no tiene poder en sí y de sí mismo para vencer estos patrones de
conducta, sí tiene poder para producir los frutos de la victoria en el futuro:
1. Tiene poder para estar de acuerdo con la verdad acerca
de su problema. La Biblia lo llama «confesión». Confesar
significa «estar de acuerdo». Al menos podemos decir: «Esto soy yo.» Quizá
todavía no pueda cambiarlo, pero puede confesarlo.
2. Tiene poder para entregar su incapacidad a Dios.
Siempre podemos solicitar ayuda y entregarnos. Tenemos poder para humillarnos y
entregar nuestra vida a Dios. Quizá no podamos sanarnos a nosotros mismos, pero
¡podemos llamar al Doctor! La humildad bíblica está siempre acompañada de
grandes promesas. Si hace lo que puede: confesar, creer, y solicitar ayuda,
Dios hará lo que usted no puede: producirá el cambio (1 Juan 1:9; Santiago
4:7-10; Mateo 5:3,6).
3. Tiene poder para buscar a Dios y a otros y pedirles
que le revelen cada vez más qué cosas están comprendidas dentro de sus límites.
4. Tiene poder para darle la espalda al mal que mora en
usted. Esto se llama arrepentimiento. No significa que será perfecto;
significa que puede ver que hay partes pecaminosas dentro de usted que desea
cambiar.
5. Tiene poder para humillarse y pedirle a Dios y a otros
ayuda para tratar las lesiones sufridas durante su desarrollo y las necesidades
pendientes desde la niñez. Muchas partes problemáticas provienen de vacíos
internos, y necesita buscar a Dios y a otros para satisfacer esas necesidades.
6. Tiene poder para reconciliarse con quienes ha
lastimado y reparar el daño. Es un paso previo para aceptar la
responsabilidad de su vida y de su pecado, y responder ante quienes ha
lastimado. En Mateo 5:23-24 leemos: «Por lo tanto, si estás presentando tu
ofrenda en el altar y allí recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja
tu ofrenda allí delante del altar. Ve primero y reconcíliate con tu hermano;
luego vuelve y presenta tu ofrenda.» La otra cara de la moneda: los límites
contribuyen a definir las cosas sobre las que no tenemos dominio: ¡todo lo que
esté fuera de los límites! Mediten en la oración de la serenidad (posiblemente
la mejor oración sobre límites alguna vez escrita): Dios, dame serenidad
para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar las cosas que
puedo cambiar, y sabiduría para distinguirlas. En otras palabras: Dios,
¡muéstrame mis límites!
Es posible esforzarse para someternos a este proceso y
esforzarnos con Dios para que nos cambie. No es posible cambiar ninguna otra
cosa: ni el clima, ni el pasado, ni la economía: y mucho menos, a los demás. No
se puede cambiar a otra persona. Se sufre más por querer cambiar a otros que de
ninguna otra enfermedad. Esto es imposible. Lo que puede hacer es influir en
otros. Pero hay una trampa. Como no puede forzar el cambio, usted debe
cambiar para que los patrones destructivos de ellos no tengan efecto sobre su
persona. Cambie el trato con ellos; quizá los motive a abandonar sus viejos
esquemas si ya no les resultan útiles. Cuando se libera de otra persona, se da
otra dinámica: usted recupera su salud y ellos lo pueden notar y envidiar lo
saludable que está. Pueden querer algo de lo que usted tiene. Por último,
necesita sabiduría para saber qué usted es y qué no es. Ore pidiendo sabiduría
para diferenciar las cosas que sí puede cambiar de lo que no puede cambiar.
Cuarta ley: El
respeto
Hay una palabra que se repite cuando la gente describe sus
problemas con los límites: ellos:
«Pero ellos no me
aceptarán si digo que no.» «Pero ellos se enojarán si pongo límites.» «Pero
ellos no me hablarán por una semana si les digo cómo me siento realmente.»
Nos atemoriza pensar que nuestros límites no serán
respetados. Nos enfocamos en los otros y perdemos lucidez sobre nosotros. En
ocasiones el problema es que juzgamos los límites ajenos. Decimos o pensamos
algo así:
«¿Cómo pudo rehusarse a pasar y recogerme? ¡Si le queda de
camino! Podría encontrar “un rato para él” en otro momento.» «Qué egoísta no
haber venido a la comida. Después de todo, todos estamos haciendo un
sacrificio.» «¿Por qué “no”? Solo necesito el dinero por un corto tiempo.» «Me
parece que después de todo lo que hago por ti, lo menos que podrías hacer es
hacerme este pequeño favor.»
Juzgamos las decisiones que los demás hacen sobre los
límites, creyendo que nosotros sabemos mejor cómo «deberían» dar, lo que suele
querer decir: «¡Deberían darme como yo quiero!» Pero la Biblia nos dice que
como juzguemos seremos juzgados (Mateo 7:1-2). Si juzgamos los límites
ajenos, los nuestros serán juzgados con la misma vara. Si condenamos los
límites ajenos, esperemos que condenen los nuestros. Esto genera un ciclo de
temor que nos hace sentir miedo de poner los límites que necesitamos poner.
Como resultado, accedemos, luego lo resentimos, y el «amor» que hemos «dado» se
torna agrio. Aquí entra en juego la ley del respeto. Como dijo Jesús: «Así
que en todo traten ustedes a los demás tal y como quieren que ellos los traten
a ustedes» (Mateo 7:12). Debemos respetar los límites ajenos. Necesitamos
amar los límites ajenos para exigir respeto por los propios. Necesitamos tratar
los límites ajenos como nos gustaría que los demás trataran a los nuestros. Si
amamos y respetamos a quienes nos dicen que no, ellos amarán y respetarán
nuestro no. La libertad engendra libertad. Si caminamos en el Espíritu, les
damos a las personas la libertad de hacer sus propias elecciones. «Donde está
el Espíritu del Señor, allí hay libertad» (2 Corintios 3:17). Si hemos de
juzgar, deberá ser según «la ley perfecta que da libertad» (Santiago 1:25).
Nuestra preocupación con respecto a los demás no debería
ser: «¿Hacen lo que yo haría o lo que quiero que hagan?», sino: «¿Hacen una
libre elección?» Cuando aceptamos la libertad de los demás, no nos enojamos, ni
nos sentimos culpables, ni escatimamos el amor cuando nos ponen límites. Cuando
aceptamos la libertad de los demás, nos sentimos mejor con la propia.
Quinta ley: La
motivación
Hago muchísimo más por los demás que lo que debería. Y eso
me hace sentir muy deprimido. —No sé exactamente lo que está haciendo, pero de
ningún modo es amar. La Biblia dice que el verdadero amor es bendición y
alegría. El amor produce felicidad, no depresión. Si amar le produce
depresión, posiblemente no sea amor. Se
trata de comprender que mucho de lo que «hacía» y lo que sacrificaba no era
motivado por amor sino por temor. Había aprendido en sus primeros años de vida
que si no hacía lo que su madre quería, ella no lo amaría. Como resultado, aprendió
a dar de mala gana. No daba por amor, sino por temor a quedarse sin amor. También
temía la ira de los demás. Como su padre le gritaba con mucha frecuencia cuando
era niño, aprendió a temer los enfrentamientos airados. Este temor le impedía
decir que no a los demás. Las personas egocéntricas suelen enojarse cuando
alguien les dice que no. Esteban decía que sí por temor a quedarse sin amor y a
que otros se enojaran con él.
Estas y otras motivaciones equivocadas nos impiden fijar límites:
1. Temor a la pérdida del amor o al abandono. Las
personas que dicen que sí y luego se arrepienten de haberlo dicho, temen perder
el amor de otra persona. Es la motivación predominante en los mártires. Dan
para recibir amor, y cuando no lo obtienen, se sienten abandonados.
2. Temor a la ira de los demás. Debido a viejas
heridas y límites débiles, algunas personas no toleran que alguien se enoje con
ellos.
3. Temor a la soledad. Algunas personas ceden ante
los demás porque sienten que así «ganarán» su amor y terminarán con su soledad.
4. Temor a dejar de «ser bueno». Hemos sido creados
para amar. Como resultado, cuando no amamos, nos sentimos desdichados. Muchas
personas no pueden decir: «Te amo y no quiero hacer eso.» Les parece que esta
afirmación no tiene sentido. Creen que amar significa decir siempre que sí.
5. La culpa. Muchas personas entregan todo de sí
porque sienten culpa. Se esfuerzan por hacer bastantes cosas buenas para
sobreponerse a la culpa interior y sentirse bien consigo. Como cuando dicen que
no, se sienten mal, continúan esforzándose para sentirse bien.
6. Retribución. Muchas personas han recibido cosas
acompañadas con mensajes de culpa. Por ejemplo, sus padres les han dicho cosas
como: «Nunca tuve lo que tú tienes.» «Debería darte vergüenza todo lo que
tienes.» Se sienten obligados a retribuir todo lo que han recibido.
7. Aprobación. Muchas se sienten todavía como niños
que buscan la aprobación de sus padres. Por lo tanto, cuando alguien les pide
algo, necesitan dárselo para que este padre simbólico se «quede bien contento».
8. Identificación
extrema con la pérdida de otros. Muchas veces las personas no se han
sobrepuesto plenamente a todas sus decepciones y derrotas, por lo que cuando su
«no» priva a otro, «sienten» la tristeza de esa persona elevada a la enésima
potencia. Como no soportan lastimar tanto a alguien, acceden.
El asunto es el siguiente: hemos sido llamados a ser libres,
y esta libertad produce gratitud, un corazón rebosante, y amor a los demás. Dar
abundantemente tiene mucha recompensa. Es verdaderamente más bienaventurado dar
que recibir. Pero si dar no le trae alegría, es necesario examinar la ley de la
motivación.
La ley de la motivación dice:
Primero, libertad; segundo, servicio.
Si usted sirve para librarse de su temor, está condenado al
fracaso.
Sexta ley: La
evaluación
—Pero si le dijera que quiero hacer eso, ¿no se sentirá mal?
—preguntó Jason—. Cuando Jason me contó que deseaba asumir responsabilidad de
algunas tareas que su socio de negocios no estaba cumpliendo cabalmente, lo
animé a que conversara con su socio. —Por supuesto. Puede ser que se sienta mal
—le dije, respondiendo a su pregunta—. Pero, ¿cuál es el problema? —Bueno, no
me gustaría lastimarlo —dijo Jason, mirándome como si esa razón fuera obvia.
—Estoy seguro que usted no querría lastimarlo —le dije—, pero, ¿qué tiene eso
que ver con la decisión que usted debe tomar? —Bueno, no podría tomar una
decisión sin considerar sus sentimientos. Sería cruel. —Estoy de acuerdo. Sería
cruel. Pero, ¿cuándo se lo va a decir? —Usted acaba de decir que decírselo lo
lastimaría y que eso sería cruel —dijo Jason, perplejo. —No, no dije eso
—contesté—. Dije que decírselo sin considerar sus sentimientos sería cruel.
Eso es muy distinto a no hacer lo que debe hacer. —No veo cuál es la
diferencia. De cualquier modo lo lastimaría. —Pero no lo perjudicaría, y esa
es la gran diferencia. Por el contrario, el dolor lo ayudaría. —Ahora sí
que no entiendo. ¿Cómo puede servir lastimarlo? —Veamos, ¿alguna vez ha ido al
dentista? —le pregunté. —Claro. —¿Le dolió cuando el dentista utilizó el
taladro para arreglarle la caries? —Sí. —¿Lo perjudicó? —No, me hizo sentir
mejor. —
Lastimar y perjudicar son dos cosas distintas —le
señalé—. ¿Le dolió comer el azúcar que le produjo la caries? —No, me supo bien
—dijo sonriendo porque ya comenzaba a entender. —¿Lo perjudicó? —Sí. —Esa es la
cuestión. Algunas cosas nos pueden lastimar, pero no nos perjudican. Es
más, hasta pueden hacernos bien. Y hay otras cosas que parecen buenas pero
pueden ser muy perjudiciales.
Es necesario estimar las consecuencias de la puesta de
límites y asumir la responsabilidad hacia la otra persona, pero esto no implica
que evitemos fijar límites porque alguien reaccionará con dolor o enojo.
Tener límites —en este caso, que Jason le diga que no a su socio— es darle
sentido a la vida. Jesús se refiere a esto como «la puerta estrecha». Siempre será
más fácil pasar por «la puerta ancha que conduce a la destrucción» y seguir sin
poner límites donde son necesarios. Pero el resultado será siempre el mismo: la
destrucción. Solo una vida honrada y con sentido da buenos frutos.
Decidirse a poner límites es difícil porque requiere
decisión y enfrentamiento y a su vez, algún ser querido puede sentirse
agraviado. Necesitamos evaluar el dolor causado por nuestras decisiones y
sentir empatía. Tomemos el caso de Sandy: esta optó por ir a esquiar con
sus amigos en lugar de pasar las fiestas navideñas con su familia. Su madre se
entristeció y desilusionó, pero esto no le afectó. La decisión de Sandy le
causó tristeza, pero la tristeza no debería hacer cambiar de opinión a Sandy.
Esta podría responder cariñosamente al dolor de su madre: «Mamá, yo también
siento que no podamos pasar juntas. Ya te visitaré en el verano.» Si la madre
de Sandy respetara su libertad de elección, diría algo así: «Estoy muy
desilusionada porque no vendrás para Navidad, pero espero que lo pases en
grande.» Se haría cargo de su desilusión y respetaría la decisión de Sandy de
pasar un tiempo con sus amigos. Causamos dolor cuando elegimos lo que a
otros no les gusta, pero también causamos dolor cuando enfrentamos a las
personas cuando están equivocados. Pero si no manifestamos nuestro enojo con
otra persona, el resentimiento y el odio pueden invadirnos. Necesitamos ser
sinceros con otros sobre como nos sentimos heridos. «Hable cada uno a su
prójimo con la verdad, porque todos somos miembros de un mismo cuerpo» (Efesios
4:25). A nadie le gusta oír cosas negativas sobre su persona. Pero, a la
larga, pueden ser beneficiosas. La amonestación de un amigo puede
causarnos dolor, pero también puede ayudarnos. Necesitamos evaluar el dolor que
nuestro enfrentamiento ocasionará en otros. Necesitamos ver cómo ese dolor les
ayudará y cómo puede ser lo mejor que podemos hacer por ellos y por la
relación. Necesitamos evaluar el dolor positivamente.
Séptima ley: La
proactividad
Cada acción provoca una reacción igual y contraria. Conocemos
a muchos que después de años de ser pasivos y complacientes, de pronto explotan
para sorpresa de todos. Culpamos a su consejero o a sus amistades. En realidad,
se han pasado años complaciendo y finalmente les explota toda el enojo
acumulado. Esta fase reactiva en la creación de límites es beneficiosa, en
especial para las víctimas. Necesitan salir de su estado de víctimas
impotentes, resultado del abuso físico o sexual, o por manipulación y extorsión
emocional. Deberíamos aplaudir su emancipación.
Pero ¿cuándo es suficiente? Las fases de reacción son
necesarias, pero no suficientes para el establecimiento de límites. Para un
niño de dos años es crucial tirarle guisantes a su madre, pero seguir
haciéndolo hasta los cuarenta y tres años es demasiado. También es crucial que
las víctimas de abuso sientan la rabia y el odio de ser impotentes, pero gritar
por «los derechos de las víctimas» por el resto de sus vidas es quedarse en una
«mentalidad de víctima». Desde el punto de vista de las emociones, la posición
reactiva trae ganancias decrecientes. Deben reaccionar para encontrar sus
límites, pero una vez que los encuentren, no deben valerse «de esa libertad
para dar rienda suelta a sus pasiones… Si siguen mordiéndose y devorándose,
tengan cuidado, no sea que acaben por destruirse unos a otros» (Gálatas
5:13,15). En algún momento deberán reconciliarse con el género humano contra
la que reaccionaron, y establecer lazos entre iguales, amando al prójimo como a
sí mismo. Es el comienzo del establecimiento de límites proactivos, en lugar de
reactivos. Podrán ahora utilizar la libertad generada por la reacción
para amar, disfrutar y servirse unos a otros.
Las personas proactivas manifiestan lo que aman, lo que
desean, lo que pretenden, y las opiniones que sustentan. Son muy distintas
de las personas que se conocen por lo que odian, lo que no les agrada, por lo
que se oponen, y por lo que nunca harán. Mientras que las víctimas reactivas
son conocidas principalmente por sus actitudes «en contra de», las personas
proactivas no reclaman sus derechos, los viven. El poder no se exige
o se merece, se expresa. La máxima expresión del poder es el amor: la
facultad de reprimirlo, no de ejercerlo.
Las personas proactivas son capaces de «amar al otro como a
uno mismo». Se respetan mutuamente. No intente alcanzar la libertad sin vivir
el período y los sentimientos reactivos. No es necesario poner esto en
práctica, pero sí es necesario poder expresar los sentimientos. Es necesario
practicar y ganar agresividad. Es necesario alejarse lo suficiente de las
personas abusivas para cercar nuestra propiedad contra futuras invasiones.
Luego, es necesario reconocer los tesoros que encontrará en su alma. Pero no se
quede ahí. Ser adultos espirituales es más que «encontrarse a uno mismo». La
etapa reactiva es solo una etapa, no una identidad. Es una condición necesaria,
pero no suficiente.
Octava ley: La
envidia
Todos tenemos un componente de envidia en nuestra
personalidad. Pero este pecado tiene un carácter muy destructivo porque
garantiza que nunca obtendremos lo que deseamos y perpetúa la insaciabilidad y
la insatisfacción. No quiere decir que esté mal desear cosas que no tenemos.
Dios ha dicho que cumplirá los deseos de nuestro corazón. El problema de la
envidia es que dirige nuestra mirada a los demás, fuera de nuestros límites. Si
nos concentramos en lo que otros tienen o han logrado, estamos descuidando
nuestras responsabilidades y acabaremos con un corazón vacío.
La envidia es un ciclo que se perpetúa automáticamente.
Las personas sin límites se siente vacías e insatisfechas. Observan el
sentido de satisfacción en otros y sienten envidia. Deberían usar ese tiempo y
esa energía en asumir la responsabilidad de sus limitaciones y hacer algo al
respecto. La única salida es la acción. «No tienen porque no piden.» Y la
Biblia agrega: «Porque no trabajan.» No solo envidiamos las posesiones y los
logros. Podemos envidiar el carácter de una persona y su personalidad, en lugar
de cultivar los dones que Dios nos ha dado (Romanos 12:6). Considere las
siguientes situaciones: Una persona solitaria vive aislada y envidia las
relaciones íntimas de los demás. Una mujer soltera rehuye la vida social, y
envidia los matrimonios y familias de sus amigas. Una mujer de mediana edad
siente que no progresa en su carrera y quiere dedicarse a algo que disfrute
más; sin embargo, siempre tiene un «sí, pero… » para explicar por qué no puede,
está resentida y envidia a los que «sí lo hacen». Una persona elige vivir con
rectitud, pero siente resentimiento y envidia hacia «esos que sí se divierten».
Todas estas personas no reconocen sus propias conductas (Gálatas 6:4) y se
comparan con los demás, están estancadas y resentidas.
Aprecie la diferencia entre esas afirmaciones y las
siguientes:
·
Una persona solitaria reconoce su falta de
relaciones y se pregunta a sí mismo y a Dios: «Me pregunto por qué siempre
rehuyo la gente. Por lo menos, debería ir y hablar con un consejero sobre esto.
Incluso si las situaciones sociales me atemorizan, podría buscar ayuda. Nadie
debería vivir así. Llamaré a alguien.»
·
La mujer soltera se pregunta: «¿Por qué nadie me
invita, o porque nadie quiere salir conmigo? ¿Qué estoy haciendo mal, o cómo me
comunico, o dónde voy a encontrarme con gente? ¿Cómo puedo ser una persona más
interesante? Podría unirme a un grupo de terapia y descubrir el porqué o podría
suscribirme a un servicio de citas para encontrar personas con intereses
similares a los míos.»
·
La mujer de mediana edad se pregunta: «¿Por qué
soy tan reacia a hacer lo que me interesa? ¿Por qué me siento egoísta cuando
quiero dejar mi trabajo para hacer algo que disfrute más? ¿A qué le tengo
miedo? Si fuera verdaderamente sincera, debo admitir que quienes hacen lo que
les gusta han tenido que arriesgarse y a veces trabajar y estudiar para cambiar
de ocupación. Quizá solo es que yo no estoy dispuesta a hacer tanto.»
·
La persona recta se pregunta: «¿Si realmente
“opté” por amar y servir a Dios, por qué me siento como un esclavo? ¿Qué está
mal en mi vida espiritual? ¿Qué tengo que envidio a los que viven en los
barrios bajos?
Estas personas se cuestionan a sí mismas en vez de
envidiar a lo demás. La envidia debería ser siempre una señal para usted de que
le falta algo. En ese momento, debería pedirle a Dios que lo ayude a
comprender por lo que se resiente, por qué no tiene lo que envidia, y si
verdaderamente lo desea. Pídale que le muestre lo que necesita hacer para
conseguirlo, o para dejar de desearlo.
Novena ley: La
actividad
Los seres humanos responden y son iniciadores. Muchas
veces tenemos problemas de límites por falta de iniciativa: la facultad que
Dios nos ha dado para impulsarnos en la vida. Respondemos a las invitaciones y
nos esforzamos en la vida. Los mejores límites se forman cuando el niño ejerce
presión naturalmente en el mundo y el mundo exterior le fija los límites. De
esa manera, el niño agresivo aprende límites sin perder su espíritu. Nuestro
bienestar espiritual y emocional dependen de tener este espíritu. Considere el
contraste de la parábola de los talentos. Tuvieron éxito los activos y
emprendedores. Tomaron la iniciativa y se esforzaron. Perdió el pasivo e
inactivo. Es triste constatar que muchas personas pasivas no son inherentemente
maliciosas o malas. Pero el mal es una fuerza activa, y la pasividad puede
convertirse en aliada del mal si no ejercemos presión en su contra. La
pasividad nunca da resultados positivos. Dios podrá igualar nuestro
esfuerzo, pero nunca trabajará por nosotros. Eso sería invadir nuestros
límites. Desea que seamos emprendedores y activos, buscando y golpeando la
puerta de la vida. Sabemos que Dios no es malo con las personas que tienen
miedo; la Escritura está llena de ejemplos de su compasión. Pero no propicia la
pasividad. El siervo «malo y perezoso» fue pasivo; no lo intentó.
La gracia de Dios
cubre el fracaso, pero no compensa la pasividad. Debemos cumplir con
nuestra parte. El pecado que Dios castiga no es fracasar en el intento, es no
intentar. Para aprender hay que intentar, fracasar e intentar de nuevo. No
da buen resultado quedarse sin intentar. Triunfará el mal. Los límites
desempeñan ese papel: definen y preservan nuestra propiedad, nuestra vida. Me
han dicho que cuando el pichón está por salir de su cascarón, si alguien rompe
el huevo para el pájaro, el pichón se muere. El pichón debe picotear el
cascarón para salir al mundo. Este «ejercicio» emprendedor lo fortalece, permitiéndole
sobrevivir en el mundo exterior. Si se le quita esa responsabilidad, se muere.
Dios nos ha hecho de la misma manera. Si él nos «rompe el cascarón» (hace
nuestro trabajo e invade nuestros límites), moriremos. No debemos volvernos
atrás pasivamente. Nuestros límites se crean siendo activos y enérgicos,
cuando pedimos, buscamos y golpeamos a la puerta (Mateo 7:7-8).
Décima ley: La
exposición
Un límite es un lindero. Define dónde comenzamos y dónde
acabamos. Hemos discutido la necesidad de estos linderos. Hay un motivo que
se destaca: no existimos en el vacío. Existimos en relación con Dios y con los
demás. Los límites nos definen en relación con los demás. Todo el concepto de
límites se basa en el hecho de que existimos en relaciones. Por lo tanto, los
límites se refieren a las relaciones y, en última instancia, al amor. De
ahí la importancia de la ley de la exposición.
La ley de la exposición dice que en una
relación nuestros límites deben ser visibles y deben comunicarse a los demás en
la relación. Podemos tener problemas de límites debido a temores
relacionales. Estamos acosados por temores: de culpa, de no ser queridos, de
perder el amor, de perder los vínculos afectivos, de no ser apreciados, de que
se enojen con nosotros, de ser conocidos, y otros más. Son defectos en el amor;
el plan de Dios es que aprendamos a amar. Estos problemas relacionales solo
pueden solucionarse en una relación, porque ese es el contexto del problema: la
existencia espiritual.
Por causa de estos temores intentamos tener límites
secretos:
·
Nos distanciamos pasiva y calladamente de un ser
querido en vez de expresar un no directo.
·
Secretamente estamos resentidos, pero no le
decimos que estamos enojados porque nos ha lastimado.
·
Muchas veces soportaremos el dolor en privado
por la falta de responsabilidad de otro, en vez de decirle a esa persona cómo
su comportamiento nos afecta a nosotros y a otros seres queridos; el saber esto
podría ser positivo para el alma de esas personas.
·
En otras situaciones, un cónyuge siempre estará
de acuerdo con su compañero, sin demostrarle sus sentimientos u opiniones
durante veinte años, y luego, de un día para otro, «expresará» sus límites al
solicitar el divorcio.
·
los padres «amarán» a sus hijos al ceder una y
otra vez durante años, sin poner límites, y resentidos por el amor que
expresan. Los hijos crecerán sin sentirse amados debido a la falta de
sinceridad; sus padres confundidos pensarán: «Después de todo lo que hicimos.»
En estas circunstancias, la relación sufre debido a límites no explícitos.
Es importante recordar que los
límites existen y que nos afectarán, los expresemos o no. Si no
verbalizamos nuestros límites y los exponemos directamente, los expresaremos
indirectamente o a través de la manipulación. El camino del amor verdadero:
comunicar los límites explícitamente.
Bibliografía
Limites (CLOUD &TOWNSEND)
Comentarios
Publicar un comentario