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DISOCIACIÓN: ESTRATEGIA DE AUTORREGULACIÓN EMOCIONAL

 

DISOCIACIÓN: ESTRATEGIA DE AUTORREGULACIÓN EMOCIONAL

La disociación es uno de los mecanismos de regulación emocional más importantes de la psique humana. Nacemos con siete sistemas biológicos básicos: ira, apego, miedo, búsqueda, lujuria, cuidado y pánico (Panksepp y Biven, 2011). Desde el momento del nacimiento, el niño hará lo necesario para vincularse afectivamente a su madre y, posteriormente, al resto de cuidadores (Schore, 2010). De una forma natural, desarrollará sistemas centrados en el apego y sistemas centrados en la exploración. Ambos son básicos para el desarrollo emocional y madurativo normal de un niño.

Tanto si los progenitores no cuidan del niño (no atendiéndolo o agrediéndolo) o lo sobreprotegen (no permitiéndole explorar o jugar, y/o inculcándole el miedo a todo), este verá frustrado el desarrollo normal de sus sistemas biológicos.

Si ocurre algo peligroso o molesto, el niño recurrirá a los cuidadores para que le ayuden a regularse y volver a un estado de bienestar. ¿Pero qué ocurre si las mismas personas que tienen que cuidarle son las que le hacen daño? ¿O si siente que no hay nadie disponible para ayudarle a regularse cuando las cosas no van bien? En ese caso, se activan dos sistemas incompatibles entre sí:

·         el sistema de apego a los progenitores y

·         el sistema de defensa hacia las mismas personas que debían protegerle.

Estas rupturas en la conexión emocional provocan ansiedad por separación, miedo e ira.

La mayoría de las veces esto conlleva un proceso madurativo sano que permite que el niño aprenda a autorregularse en situaciones de estrés, pero en casos más patológicos provocará problemas en su capacidad de regularse a sí mismo y en relación con los demás.

Cuando hay abusos graves –sean físicos, emocionales o sexuales–, el cerebro del niño tratará de crear estrategias de control o regulación que permitan sobrevivir a la amenaza.

Si el miedo supera la capacidad de defensa del niño, se producirá una inmovilización física, un estupor emocional, una activación del nervio dorsovagal que conocemos como disociación traumática (Hill, 2015). Si la amenaza proviene de los cuidadores, el niño experimentará una paradoja irresoluble, por un lado, tenderá a buscar la protección de estos y, al mismo tiempo, sentirá la necesidad de alejarse de ellos. El cerebro creará unas redes neuronales (engramas) centradas en el apego a sus progenitores y, simultáneamente, creará otras que mantendrán un nivel de alerta frente a las figuras de apego, por si se vuelve a producir una ruptura en el vínculo de forma amenazante. Estos sentidos divididos del yo y los patrones asociados son lo que llamamos «partes disociadas de la personalidad» (Boon et all. 2014).

Según Van der Hart (2011):

«La teoría de la disociación postula que en situaciones traumáticas durante el apego, la personalidad del paciente se divide en dos o más subsistemas o partes disociativas. Estas son disfuncionalmente rígidas en sus funciones y acciones, creándose partes que están centradas en los sistemas de acción de la vida diaria que llamaremos parte aparentemente normal (PAN); esta parte estaría centrada en la evitación de los recuerdos traumáticos. Otras partes que llamaremos partes emocionales (PE) estarían fijadas en el trauma soportando una fuerte carga emocional» (pág. 69).

La disociación actúa como mecanismo de evitación de algo que excede las capacidades de afrontamiento y resulta imposible de manejar o soportar en ese momento, con consecuencias graves y traumáticas que pueden dañar al individuo para siempre.

Las amenazas pueden ser variadas, como un accidente, una enfermedad del individuo o de los cuidadores, o la muerte de algún familiar cercano. La forma de los padres de regularse y regular al niño será fundamental para que el cerebro trabaje en la resolución del malestar y la incertidumbre. El niño debe mantener el vínculo afectivo con los cuidadores a toda costa, por lo que los fallos en la regulación diádica se internalizarán en su mente como faltas propias (Fosha, 2000). Es como si la mente del niño tuviera que decidir entre «mis padres no son perfectos» o «yo no valgo» y, en todas las ocasiones (hasta la adolescencia), la mente del niño asumirá la segunda opción (Knipe, 2015). Es preferible sentir que no valgo a perder los vínculos emocionales y físicos con los cuidadores.

Las razones biológicas de esto son obvias, el contacto físico con los cuidadores supone una cuestión de vida o muerte en todos los mamíferos, en los seres humanos además es necesaria una relación emocional adecuada. En los niños la sensación de que los padres son defectuosos impide poder restaurar o solucionar lo que no funciona, es decir anula toda posibilidad de control y por lo tanto la restauración del vínculo del apego.

El niño seguirá jugando, yendo a la escuela, etc. (PAN), pero habrá partes de su mente que guardarán miedo de volver a sufrir la situación traumática (PEs) y hará todo lo necesario para no volver a sentir el miedo. El conflicto entre acercamiento y la evitación a los cuidadores que no puede ser resuelto por el niño promueve una disociación estructural entre partes fijadas en acciones de apego y en acciones defensivas que están en conflicto unas con otras.

Busch et al. (2012) refieren:

«Los pacientes traumatizados se defienden a sí mismos contra todas las implicaciones de sus experiencias traumáticas, emociones y sensaciones que no pueden soportarse como rabia, vergüenza, culpa, abandono que provocan defensas inconscientes para poder soportarlas y manejarlas. Una de ellas es a menudo la disociación, en la que los pacientes se sienten desconectados de los otros, de la realidad y de sus propios estados emocionales...» (pág. 142).

Partes disociativas:

·         PAN (parte aparentemente normal). Están centradas en la tarea de la vida diaria (vivir) como trabajo, diversión, cuidado de los hijos...) Partes conscientes.

·         PE (partes emocionales). Están centradas en la defensa y evitación del recuerdo (sobrevivir). Se relacionan con el miedo a revivir el trauma o de estímulos que lo recuerden. Son inconscientes.

Hill (2015) defiende que hay dos momentos importantísimos en el desarrollo de la regulación emocional a lo largo de la vida:

·         El primero incluye los cuatro primeros años de vida, cuando se depende totalmente de los cuidadores, y

·         el segundo comienza con la aparición del lenguaje, con lo que se conoce como mentalización (Fonagy y Luyten, 2014).

La mentalización consiste en la capacidad de autorregulación del niño y la capacidad de relacionarse con los demás e incluso poder regularlos a través de sus acciones.

La mentalización y, por tanto, la capacidad de regularse a uno mismo y mantenerse en sintonía o sabiendo poner límites a los demás va a depender de los aprendizajes que hayamos hecho en el pasado. Es decir, nuestra capacidad de enfrentarnos a nuevas situaciones en el presente y en el futuro va a depender de lo que hayamos vivido en el pasado. Esto quedará grabado en las redes neuronales como aprendizajes codificados en diferentes tipos de memoria.

TIPOS DE MEMORIA

Según la ley de Hebbs, cuanto más se disparen dos neuronas juntas, más probabilidad tendrán de volver a conectarse en el futuro. Esto quiere decir que cuanto más repitamos algo, más probabilidad habrá en un futuro de que se produzca de forma automática sin que medie ninguna intención (Siegel, 2010). Es un proceso claro de economía energética, que permite a nuestro cerebro ahorrar recursos que serían usados de un modo más eficiente.

Nuestro cerebro va a guardar memoria de nuestras acciones, sensaciones y emociones.

Unos recuerdos son conscientes y podemos acceder a ellos de forma voluntaria, y otros son inconscientes y no podemos recordarlos a voluntad. El recuerdo surgirá cuando algún estímulo haga evocar las sensaciones, imágenes y emociones ligadas al mismo.

Siguiendo el modelo DMM (Crittenden, 2015), existen siete tipos de representaciones disposicionales que son las que manejan las expectativas intra e interpersonales de los individuos:

Memoria preconsciente o implícita: Esta es no verbal, no simbólica e inconsciente. Su contenido está formado por respuestas emocionales, conductas y habilidades. (Wallin, 2015). No se puede recordar a voluntad, aunque puede surgir si algo recuerda al estímulo emocional que lo generó. A diario durante las consultas de terapia, mis pacientes recuerdan cosas que habían olvidado, relacionadas con el malestar que les hace buscar ayuda. Puede ser a su vez de tres tipos:

a)      Procedimental: Está relacionado con los procedimientos con el «saber cómo» hacer algo. Es, por tanto, el tipo de aprendizaje y memoria sobre cómo se hacen las cosas que solemos hacer habitualmente, sin pensar en cómo hacerlas. Su expresión es, en gran medida, automática y difícil de verbalizar.

b)     Somática: El cuerpo guarda memoria de los eventos emocionales (Van der Kolk, 2014; Damasio, 2011) para poder usar la sensación asociada a ese recuerdo como forma de alerta, como atajo para no tener que volver a revisar conscientemente si algo es inofensivo o peligroso. Por ejemplo, sentir dolor en la barriga cuando siento vergüenza.

c)      Perceptiva: Se refiere a cuando recordamos algo debido a algún activador emocional que recuerde a la situación original. Puede ser una imagen, un olor o un recuerdo que aflore en el trabajo terapéutico.

Memoria consciente, verbal o explícita: Es la que conocemos comúnmente como memoria, se refiere a lo relativo al «saber que». Está relacionada con lo que podemos recordar a voluntad, se almacena en forma de imágenes o lenguaje, y podemos expresarla con palabras. Son los recuerdos que el paciente va a poder explicarnos en la terapia cuando le pedimos que narre su historia personal o algún acontecimiento en concreto. El hipocampo codifica la información para almacenarla en las áreas corticales y poder convertirla en una memoria accesible sin emociones extremas asociadas. Se divide a su vez en varios subtipos:

a)      Habla corporal somática: Es cuando podemos verbalizar la sensación que sentimos en nuestro cuerpo. Es la explicación personal e interpretativa de lo que se siente en el cuerpo (p.ej., me duele el brazo o estoy emocionado).

b)      Memoria semántica: Está relacionada con conocimientos conceptuales que no tienen relación con experiencias personales concretas (p.ej., las capitales de Europa o las tablas de multiplicar). También se usa para hacer el mundo más predecible, por ejemplo, si soy bueno me querrán.

c)      Episódica: Es la memoria relacionada con sucesos autobiográficos, lugares, emociones asociadas y demás conocimientos contextuales que pueden evocarse de forma voluntaria (p.ej., recordar un viaje de estudios en la adolescencia).

Representaciones disposicionales o memoria de trabajo: Estas son conscientes, verbales e integrativas. Integran memoria preconsciente y consciente. Están relacionadas con la planificación de actividades futuras y el logro de objetivos. Ayudan a comprender textos escritos o a recordar cosas del pasado a voluntad para planificar la mejor acción de cara al futuro. Es el tipo de memoria que se trabaja en la consulta cuando se recuerda un trauma y se le otorga un significado nuevo a algo que quedó almacenado de forma emocional y traumática.

La integración reflexiva contrasta y compara todas las representaciones o memorias para decidir cuál es la que mejor encaja en la situación actual. Si algunas representaciones entran en conflicto, no se podrá hacer la integración reflexiva.

Las representaciones inconscientes funcionan medio segundo más rápidas que las conscientes (Cozolino, 2015), lo cual hace que sean muy eficaces, pero pueden dar lugar a errores.

Los niños nacen solo con capacidad para realizar aprendizajes inconscientes e irán creando representaciones más complejas a medida que vayan creciendo hasta poder tener memoria explícita en la infancia (alrededor de los 4 años) y poder integrar la información de forma más adecuada a medida que las áreas cerebrales se vayan desarrollando. Un adulto posee siete tipos de memorias diferentes y un niño solo tres; por tanto, cada vez que el adulto interactúe con un bebé, este tendrá que transformar la información para poder adaptarla a sus capacidades cognitivas y emocionales (Crittenden, 2015).

La integración reflexiva solo se alcanza en la infancia cuando existe un desarrollo cerebral que permita una madurez cognitiva. En adolescentes y adultos se produce cuando hay un equilibrio entre la memoria explicita y la implícita. Si la situación emocional desborda las capacidades de procesamiento de la información y reflexión, tampoco podrá darse una memoria de trabajo adecuada. Para poder adquirir un equilibrio entre los diferentes tipos de memoria, ha debido existir en la infancia una regulación emocional con los cuidadores adecuados. Si no hay adultos capaces de regular al niño, este no será capaz de aprender a autorregularse y no podrá usar de forma eficaz su memoria de trabajo.

Los modelos de memoria implícita, regulan la conducta preconsciente de cada día a lo largo de toda la vida; por ejemplo, no pensamos en cómo tenemos que andar o ponernos la ropa cuando nos levantamos. Actuamos de forma automática y, si no se produce el efecto esperado, entonces recurriremos a la memoria de trabajo para actuar conscientemente de una manera diferente más sofisticada que provoque un aprendizaje nuevo.

¿Pero qué ocurre cuando la situación tiene una carga emocional muy elevada?

Entonces no podremos procesar lo que ocurre con nuestra parte consciente y se activarán recuerdos de la memoria implícita asociados a miedo, indefensión o agresión. No podremos actuar usando la memoria de trabajo, puesto que estaremos prisioneros de las emociones, las cuales nos impedirán evaluar los pros y contras de las diferentes posibilidades de actuación.

La memoria implícita también incluye los modelos o esquemas de personalidad de la edad adulta (Young, 2013) que aprendimos en la infancia para saber cómo comportarnos. En las relaciones de pareja que tengamos como adultos, tenderemos a reproducir los modelos internos que aprendimos en la infancia, ya que estarán codificados en forma de memoria implícita (Marrone, 2000).

Al mismo tiempo que almacenamos de forma inconsciente los miedos o las cosas agradables, guardamos también memoria de los mecanismos de regulación que hemos utilizado en el pasado para lograr una homeostasis. A base de repetirse, se convertirán en automáticos e involuntarios, e incluso en muchos casos en algo que haremos en contra de nuestra voluntad. Si algo resultó útil o beneficioso en el pasado, queda almacenado en nuestra memoria implícita (probablemente ligado a un incremento en los niveles de dopamina) y, ante un estímulo similar, lo repetiremos, aunque en la actualidad resulte inconveniente o patológico.

Ejemplo: Una mujer de 25 años que acude a consulta por un problema de obesidad mórbida. Aunque ha intentado muchas dietas, no consigue perder peso porque no puede dejar de darse atracones con los que pierde todo lo ganado. Cuando se le pregunta por su infancia, comenta que fue criada por su abuela, porque sus padres estaban siempre trabajando. Esta siempre estaba cocinando y le insistía mucho en que comiera. Todavía recuerda con placer cuando se comía todo el plato y su abuela, muy contenta, le preguntaba si quería más. Ante la pregunta de si no cree que puede estar utilizando la comida como forma de anular la ansiedad, ya que los momentos más felices de su vida fueron cuando estaba con su abuela y esta le insistía a cada momento a que comiera. La paciente dice que nunca lo había visto así, pero que no puede evitar comer cada vez que se pone nerviosa.

En el caso de Eva la comida actúa como estabilizador del ánimo, ya que aprendió de pequeña que comiendo daba satisfacción a su abuela y se sentía mejor al hacerlo. Su inconsciente ha asociado la comida con satisfacción, placer y tranquilidad, y cada vez que algo la afecta, come de forma compulsiva por encima del límite de saciedad.

Los individuos con un apego seguro tienen bien integrados los tres sistemas de memoria y, por lo tanto, actúan de una forma coherente en función de las circunstancias.

Pero las personas con un apego inseguro no pueden hacer esto con facilidad y gastan mucha energía revisando los procesos, temen no hacer lo que es más adecuado o simplemente les asusta lo que pueda pasar si actúan de una forma determinada (Crittenden 2002).

En las entrevistas iniciales, los pacientes acuden a la consulta con narraciones recogidas en su memoria episódica: nos hablan de recuerdos, experiencias, creencias, etc. Como terapeutas, tenemos que encontrar los mecanismos inconscientes subyacentes que pertenecen a la memoria implícita. En mi experiencia, la inmensa mayoría de los problemas que traen los pacientes a consulta están generados por procesos automáticos que no son capaces de modificar por sí mismos. Como me gusta explicarles, es una lucha entre su consciente y su inconsciente.

Por diferentes motivos, todos hemos debido reprimir, disociar o simplemente olvidar eventos de nuestro pasado que, por la biología de nuestro cerebro, no dejan de influir en las respuestas que damos ante diferentes estímulos en la actualidad. Integrar estas memorias implícitas en la narrativa de nuestra vida, una vez que se hacen conscientes, nos permite usarlas o rechazarlas a voluntad. Para lograr esto, debemos ayudar a los pacientes a conocer su propia historia e integrar los recuerdos explícitos con los implícitos, en lo que algunos autores llaman mentalización (Fonagy, 2014).

Siegel (2011) escribe:

«... mientras que estos modelos mentales implícitos existen en todos nosotros podemos liberarnos del poderoso e insidioso modo en que alteran nuestra percepción del aquí-ahora en nuestras sensaciones y nuestras creencias. Viendo profunda y claramente en nuestro mundo interno de una forma que promueva la integración de la memoria. Cuando esto se logra las piezas separadas de la memoria implícita quedan unidas en un mundo más complejo, flexible y adaptativo en la forma de la memoria explícita...» (pág. 197).

 

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