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LA RABIA

 

LA RABIA

Heinicke y Westhemer (1966) realizaron un estudio durante dos semanas con 10 niños de 13 a 32 meses que o bien vivían permanentemente en un internado o bien asistían a diario a una guardería. Cuando se comparó la conducta de los niños, se vio que los que permanecían separados de sus padres eran cuatro veces más agresivos que los niños que vivían con sus familias. En el estudio, los niños recibían unos muñecos para jugar y la agresión recaía siempre sobre los muñecos que representaban el papel de padres.

Sabemos por Bowlby (1985) que los niños que son separados de sus padres sufren mucha rabia, mayormente hacia ellos, y que muchas veces esta hostilidad es la expresión de un reproche por no haber estado cuando se les necesitaba.

«Siempre que la pérdida es permanente, como cuando se produce el fallecimiento de alguien, por necesidad la ira y la conducta agresiva no cumplen función alguna. La razón por la cual se producen con tanta frecuencia, incluso después de un hecho tal, es que durante las fases tempranas de duelo la persona por lo general no cree que esa pérdida en realidad puede ser permanente, por lo tanto, continúa actuando como si todavía fuera posible no solo hablar y recuperar al ser perdido, sino también reprocharle sus actos, porque se le considera al menos en parte responsable de lo ocurrido» (pág. 271)

Esta ira no solo se va a producir ante algo tan grave como la muerte de un progenitor; se puede producir ante rupturas de la relación de apego entre el niño y los cuidadores.

El miedo y la rabia son dos emociones que se retroalimentan mutuamente, modulándose de forma conjunta. La respuesta de rabia (o sus sinónimos: ira, frustración o impotencia) puede expresarse a voluntad a partir de los dos años de vida aproximadamente. Es en esta etapa cuando empieza a valorarse la expresión de la frustración como algo tolerado o que debe ser inhibido en función de la respuesta de los cuidadores.

Bolwby (1985) defiende que la rabia es una reacción normal para recuperar el vínculo de apego. Si no se produce una reparación afectiva, se pasa de una rabia de «esperanza» a una rabia de «desesperación».

Algunos autores (Hart, 2011; Schore, 2001) afirman que la rabia puede ser de dos tipos:

·         Agresiva: Es modulada por una hiperactivación de la amígdala y una activación del simpático, y se expresa como agresividad fuerte (gritos o

peleas). Es más normal en individuos con un patrón de apego tipo C: En casos extremos sería una personalidad antisocial.

·         Calmada: Está modulada por el hipotálamo y por la rama parasimpática. Está asociada a bradicardia y baja ansiedad, y se muestra de una forma controlada y fría. Suele estar relacionada con trastornos somáticos como colon irritable o gastritis. Es común en personalidades con un patrón de apego tipo A (Mikulincer, 2002).

Hay varias razones por las que un niño puede aprender a ocultar su malestar:

• Los progenitores han desaparecido definitivamente, bien por muerte o por abandono. El niño no puede expresar su frustración porque no están los progenitores disponibles para hacerlo.

• El niño siente que sus cuidadores son débiles o enfermos, y por tanto debe cuidarlos y no cargarlos con sus problemas. En este caso, se dará una inversión de roles (parentificación) en la que los padres probablemente cargarán a sus hijos con sus enfermedades, preocupaciones, etc. y estos se sentirán en la obligación de no ser una carga más.

• Los progenitores son muy agresivos, bien con violencia física o imponiendo una disciplina excesiva que impide al niño expresar sus necesidades por miedo a las represalias.

Ejemplo: Un paciente trabaja en un negocio propio de alimentación, el típico negocio familiar en el que cuando hay mucho trabajo la familia también ayuda para «sacar la tarea adelante». Su infancia, según dice, no fue muy feliz. Su padre trabajaba todo el día y su madre como ama de casa hacía lo que podía para sacar adelante a cuatro niños con el poco dinero que había. La demanda del paciente está relacionada con una hipocondría severa que le impide concentrarse en el trabajo o en casa. Pasa el tiempo visitando médicos y mirando en Internet qué enfermedad pueden ser esos síntomas, aunque todavía no le han encontrado ninguna enfermedad orgánica y le han recomendado que vaya a un psicólogo. Se obsesiona con que todo el mundo esté bien: que sus hijos estudien y darles la educación que no le dieron; que su mujer no trabaje más que lo justo para que no se agraven los dolores de las articulaciones; que el psicólogo acabe la sesión un

ratito antes para que así pueda descansar...

Se trataría de un caso de «cuidadores compulsivos» es que esconden mucha rabia dentro de sí; una rabia mezcla de ira e impotencia que temen dejar salir

pues podrían perder el control. Así que siempre hago la misma pregunta: «¿Has tenido miedo alguna vez de perder el control y hacer daño a las personas que quieres? ¿O de perder el control y hacerte daño a ti mismo?». Cuando un paciente empieza a emocionarse y llorar no puede significar otra cosa que hemos tocado algo muy importante y sensible.

C: Me da mucha vergüenza hablar de esto, me siento una mierda pero a veces tengo miedo de coger un cuchillo y hacer daño a mi familia o de ahogarlos o de tirarme con el coche por un precipicio. Pero te juro que jamás podría hacerles daño. Me estoy volviendo loco y me siento fatal solo de poder pensar cosas así. No tengo solución ¿verdad?

T: Esto es difícil de explicar, y lo iremos trabajando a lo largo de la terapia, pero hay algo dentro de ti que está enfadando porque siempre cuidas de los demás, pero nunca de ti mismo. Es como si una parte de ti quisiera alejarte de las personas que quieres para que puedas cuidarte solo a ti, algo que por cierto no sabes hacer.

Esta incapacidad para expresar las necesidades propias crea una sensación de profundo malestar y de falta de idoneidad (culpa) y sensación de no merecer atención ni cuidados (vergüenza). Por el contrario, las personas que utilizan la rabia como forma de hacerse ver logran dos efectos perversos:

·         No ser tratados con normalidad y

·         Estar en un estado de ansiedad y malestar permanente, lo que provoca también sensaciones de culpa y vergüenza.

Los individuos con un apego seguro en la infancia (Tipo B) son capaces de contener su rabia de forma adaptativa, es decir, pueden mentalizar en diferentes circunstancias (Milkulincer, 2002):

• Tomarse tiempo para valorar la respuesta más idónea para actuar ante la situación

• Evitar la rabia para no tener que sufrir pensamientos rumiativos.

• Evitar emociones que puedan resultar nocivas para él o para los demás.

Los individuos de apego evitativo (Tipo A), enmascararan la rabia como forma de evitar el conflicto, pudiendo comportarse con una emoción falsa (por

ejemplo sonreír cuando se está enfadado) o con conductas pasivo-agresivas.

Los individuos ansiosos (Tipo C) mostrarán la rabia y el enfado con demasiada frecuencia sin ser capaces de evaluar la idoneidad de cuándo ni cómo hacerlo.

Los individuos con apego desorganizado (Tipo D), debido a los estados disociativos, tendrán tanto respuestas de rabia desmedida ante cualquier estímulo que les perturbe como una indiferencia patológica cuando sea necesaria una conducta de defensa.

En un gradiente de menor a mayor de inhibición, en un extremo, la rabia estaría totalmente escondida, no se manifiesta nunca hacia el exterior (incluso los propios individuos pueden no sentirla) y se dirige hacia uno mismo en forma de autocrítica. En el otro extremo, la rabia siempre está enfocada hacia fuera y puede dar lugar a conductas de tipo antisocial.

Existen dos tipos de formas de expresar la rabia:

·         Inhibida Tipo A: Condicionada por una activación de la rama simpática del SNA.Tendencia a controlar. Muy cognitivos. No sienten.

·         Expresada Tipo C: Regulada por la rama parasimpática. No se regulan. Muy emocionales. Sienten demasiado.

     Las personas con ataques de pánico y fobias de tipo social tienen muchos problemas para expresar sus necesidades. Sienten mucha rabia pero no pueden mostrarla por miedo a ser rechazados. La rabia que se queda dentro termina actuando como un tóxico que impide la relajación y hace que los individuos estén en alerta permanente. En muchas ocasiones, esta sensación de ansiedad genera conductas de evitación ante elementos que consideran peligrosos cuando en realidad son inocuos (conductas supersticiosas).

Desde un primer momento, la rabia (o sus sinónimos, impotencia o frustración) se convierte en una sensación somática de malestar (ansiedad) que, cada vez que se siente, se codifica como «vergüenza». Cuando empieza a haber lenguaje (3-4 años) y, por tanto, capacidad de reflexión sobre el estado interno (mentalización), pueden aparecer pensamientos para razonar cómo evitarla. Esta revisión constante es lo que lleva en la adolescencia y edad adulta a los pensamientos rumiativos (Ginot, 2015). El proceso de evaluar (con un sesgo negativo) de forma cognitiva lo ocurrido es lo que conocemos como «culpa»

Modelo PARCUVE:

La ruptura en las relaciones de apego (reales o imaginarias) provoca miedo y rabia (frustración, rabia, impotencia) en las personas. Si no se puede gestionar esta de forma adecuada, se genera una sensación de culpa (verbal) y vergüenza (somática) que, si se produce a menudo, puede ser muy patológica.

     Las emociones que son comunes a todos los mamíferos se denominan emociones primarias, pero los seres humanos sienten otras emociones más complejas llamadas emociones secundarias, que tienen un origen social (Aguado, 2005) y pueden ser fuente de mucho malestar. Las más importantes son la culpa y la vergüenza. Estas emociones se aprenden en la infancia en función del contexto familiar y de los estilos emocionales de los padres. Existe una relación entre las conductas y emociones de los niños y las de los cuidadores: se retroalimentan mutuamente.

La mayoría de las veces, cuando se produce una desconexión emocional, inmediatamente después hay una corrección y la aparición de un equilibrio sano, lo que ayuda al niño a tolerar ciertos niveles de malestar y frustración (Schore, 2001). En casos en los que hay una pobre mentalización, se tienden a repetir los roles de forma rígida, lo que genera un círculo vicioso en el que los cuidadores y los niños se desregulan mutuamente. En todos los casos, la culpa y la vergüenza aparecen como alertas para conocer y anticipar las acciones de los cuidadores y poder así modificar el comportamiento para evitar sufrirlas en el futuro (lo que constituye un aprendizaje clásico).

Si estas sensaciones y emociones tóxicas se sienten con frecuencia, se vuelven innatas y espontáneas, y entran a formar parte de la memoria implícita procedimental. Se convierten en parte de la personalidad de los individuos. Hay estudios longitudinales que demuestran que las medidas de la sensación de culpa y vergüenza a los 4 años, son las mismas que a los 12 años y en la edad adulta (Tangney y Dearing, 2002).

La culpa y la vergüenza se generan en un ambiente familiar que compone un sistema de relaciones emocionales y conductuales de personas que se influyen mutuamente. Si la relación es sana se creará un círculo virtuoso de bienestar, pero si las personas conectan de forma patológica, el círculo vicioso conducirá a la patología.

 

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