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TRAUMA INFANTIL

 ¿QUÉ ES EL TRAUMA?

Por fin hoy en día se está sabiendo qué tan devastador puede ser el impacto del trauma en el bienestar emocional y físico de los niños, así como en su desarrollo cognitivo y su comportamiento. 

Pese al énfasis puesto en escanear y estudiar el cerebro traumatizado, se ha escrito muy poco sobre las causas comunes, y mucho menos sobre la prevención y el tratamiento del trauma. En su lugar, la atención se ha puesto en el diagnóstico y la medicación de sus distintos síntomas. «El trauma es quizás la causa de sufrimiento humano más evitada, ignorada, menospreciada, negada, incomprendida y sin tratar».

El trauma se encuentra en el sistema nervioso, ¡no en el suceso!

 

El trauma sucede cuando cualquier experiencia nos pasma de manera completamente imprevista; nos abruma y nos deja alterados y desconectados de nuestros cuerpos. Cualquier mecanismo de afrontamiento que podamos haber tenido se debilita y nos sentimos completamente indefensos y sin esperanza. Es como si nos dejaran sin estabilidad.

 

El trauma es la antítesis del empoderamiento. La vulnerabilidad al trauma difiere de persona a persona, lo que depende de distintos factores que tienen que ver especialmente con la edad y el historial de trauma. Entre más pequeño sea el niño, es más probable que se abrume por hechos comunes que podrían no afectar a un niño mayor o a un adulto.

 

Se ha creído de manera generalizada que los síntomas traumáticos son el resultado del tipo y magnitud de un evento externo y que es equivalente a éste. Aunque la magnitud del factor estresante claramente es un factor importante, no define al trauma. Eso se debe a que «el trauma no está en el suceso en sí; más bien, el trauma reside en el sistema nervioso»

La base de un «único suceso» traumático (en contraposición a una negligencia o abuso continuo) es fisiológica más que psicológica. Dado que no hay tiempo para pensar cuando nos enfrentamos a una amenaza, nuestras respuestas primarias son instintivas. La función principal de nuestro cerebro ¡es la supervivencia!

 

Estamos programados para ello. En la raíz de una reacción traumática se encuentra nuestra herencia de 280 millones de años, una herencia que reside en las estructuras más antiguas y profundas del cerebro, conocido como el cerebro reptiliano.

 

Cuando estas partes primitivas del cerebro perciben un peligro, automáticamente activan una extraordinaria cantidad de energía; como la descarga de adrenalina que permite que una madre levante el coche debajo del cual está atrapado su hijo para, de esta manera, ponerlo a salvo. Esto a su vez provoca la aceleración del corazón junto con más de veinte respuestas fisiológicas diseñadas para prepararnos para defendernos y protegernos a nosotros mismos y a nuestros seres queridos. Estos rápidos cambios involuntarios incluyen:

·      La redirección del flujo sanguíneo lejos de los órganos digestivos y de la piel hacia los grandes músculos motores de la huida

·      Respiración rápida y corta

·      Disminución de la producción normal de saliva

·      Las pupilas se dilatan para incrementar la capacidad de los ojos para asimilar más información. 

·      La capacidad coagulante de la sangre incrementa.

·      La capacidad verbal disminuye. 

·      Las fibras musculares se alteran en gran medida, a menudo hasta temblar. O incluso nuestros músculos pueden colapsarse de miedo mientras que el cuerpo deja de funcionar al sentirse abrumado.

 

El miedo a nuestras propias reacciones

 

Cuando una persona no comprende lo que le está sucediendo internamente, las mismas respuestas que tienen el propósito de otorgar una ventaja física pueden volverse completamente aterradoras. Esto es especialmente cierto cuando, debido al tamaño, edad u otras vulnerabilidades, uno es incapaz de moverse, o bien resultaría perjudicial hacerlo. Por ejemplo, un bebé o niño pequeño no tiene la opción de correr. Sin embargo, un niño más grande o un adulto, quienes normalmente podrían correr, también podrían necesitar quedarse muy quietos, como en el caso de una cirugía, una violación o un abuso sexual. No hay elección consciente. Estamos biológicamente programados para paralizarnos (o perder la fuerza del cuerpo) cuando la huida o la lucha son o imposibles o se perciben como imposibles. La parálisis es la última respuesta, o la respuesta «por defecto» a una amenaza ineludible, aun si esa amenaza es un microbio en nuestra sangre. A causa de la capacidad limitada de los bebés y niños para defenderse a sí mismos, éstos son particularmente susceptibles a paralizarse y, por lo tanto, son vulnerables al trauma. Por eso la ayuda de un adulto es tan esencial en la prevención del trauma y para ayudar a los pequeños a sanar.

 

Bajo la respuesta de parálisis hay distintos efectos fisiológicos. Lo que debe comprenderse sobre la respuesta de parálisis es que, aunque el cuerpo parece inerte, los mecanismos fisiológicos que preparan al cuerpo para huir pueden estar todavía «completamente operativos». Paradójicamente, el patrón sensorial-motor-neuronal que se puso en movimiento en el momento de la amenaza pasa a un estado de inmovilidad o «choque». En estado de choque, la piel está pálida y los ojos parecen vacíos. El sentido del tiempo se distorsiona. Por debajo de esta situación de impotencia yace una enorme energía vital. Esa energía queda en espera de terminar lo que ha comenzado. Además, los niños muy pequeños tienden a saltarse las respuestas activas para ir directamente a la inmovilidad. En cualquier caso, necesitan nuestra guía para volver completamente a la vida. Además, muchos niños pequeños no se protegen a sí mismos huyendo, sino corriendo hacia la figura adulta con la que tienen un vínculo. Por lo tanto, para ayudar al niño a resolver un trauma, debe haber un adulto disponible con el que se sienta seguro.

 

¿Cómo nos afectan a largo plazo este flujo de energía y estos diversos cambios en la fisiología?

La respuesta a esta pregunta resulta importante para comprender el trauma. La respuesta depende de lo que sucede durante y después del suceso potencialmente abrumador. Lo malo es que, para evitar el trauma, el exceso de energía acumulada para nuestra defensa debe «usarse por completo». Cuando la energía no se descarga por completo, en vez de desaparecer queda atrapada y crea así los síntomas traumáticos potenciales.

 

Entre más pequeño es el niño, menos recursos tiene para protegerse. Por ejemplo, un niño en el preescolar o en la escuela primaria es incapaz de escaparse de o luchar contra un perro violento, mientras que los bebés son incluso incapaces de mantenerse a sí mismos calientes. Por estas razones, en la prevención del trauma es de suma importancia la protección de los adultos respetuosos que perciben y satisfacen las necesidades de los niños de seguridad, calor y tranquilidad. Además, los adultos a menudo pueden proporcionar consuelo y seguridad al introducir un juguete como un animal de peluche, una muñeca, un ángel o incluso un personaje fantástico para que actúe como un amigo suplente. Estos objetos pueden ser especialmente consoladores cuando los niños deben separarse temporalmente de sus padres y también como ayuda para dormir cuando están solos en sus habitaciones por la noche. Recursos como éstos pueden parecer poco importantes para un adulto, pero pueden resultar de vital importancia para prevenir que los niños pequeños se sientan abrumados.

 

Los adultos que recibieron este tipo de conexión segura cuando sentían miedo de niños pueden pensar que esta información es de «sentido común», lo que implica que es normal que las necesidades de los niños se perciban y se atiendan. Por desgracia, históricamente las necesidades de los niños se han minimizado, e incluso se han ignorado completamente. El psiquiatra del desarrollo Daniel Siegel, autor del aclamado libro La mente en desarrollo, aporta una síntesis de la investigación neurobiológica que subraya exactamente qué tan crucial les resulta a los bebés y a los niños la seguridad y la contención proporcionada por los adultos. El cerebro temprano desarrolla su inteligencia, su resiliencia emocional y su capacidad de regularse a sí mismo por la formación y poda anatómica-neuronal que tiene lugar en el contexto de una relación cara a cara entre un niño y su cuidador. Cuando ocurren eventos traumáticos, la impresión de patrones neurológicos se intensifica radicalmente. Por lo tanto, cuando los adultos aprenden y ponen en práctica las herramientas simples de primeros auxilios que ofrecemos, también están haciendo una contribución fundamental al desarrollo de un cerebro sano y al comportamiento de los niños.

 

Ingredientes del trauma

 

La probabilidad de desarrollar síntomas traumáticos está relacionada con el nivel de desconexión del cuerpo en el momento del trauma, así como con el nivel de energía de supervivencia no utilizada y originalmente movilizada para una respuesta de lucha o huida. Ahora, este proceso de autoprotección está colapsado. Los niños necesitan apoyo para liberar este estado de sobrecarga, dado que son muy susceptibles a los efectos del trauma. Hay que terminar con el mito de que los bebés y niños «son demasiado pequeños para verse afectados» o que «no importa porque no lo recordarán». Lo que no era tan obvio se hace aparente a medida que aprendemos que los bebés prenatales, los recién nacidos y los niños muy pequeños son los que corren un mayor riesgo de sufrir estrés y trauma debido al poco desarrollo de sus sistemas nervioso, motor y perceptual. Esta vulnerabilidad también se aplica a los niños mayores con movilidad limitada debido a discapacidades permanentes o temporarias, como por ejemplo cuando se tiene una férula, una ortesis o una escayola por una herida o corrección ortopédica. Veamos un ejemplo de la vida real.

 

El caso de Jack

 

Jack, un scout y estudiante sobresaliente de once años, desarrolló una «fobia a la escuela» después de un terremoto menor; un pequeño temblor según los estándares de California. Sus padres no relacionaron el temblor y la fobia, y les pareció que sus síntomas eran bastante extraños. A Jack también lo desconcertaba su miedo extremo a la escuela. Dijo que recientemente había sido operado de la espalda y que estaba agradecido de no tener dolor y con muchas ganas de regresar a la escuela para estar con sus amigos. Sin embargo, literalmente no podía levantarse de la cama porque las «mariposas en el estómago» eran demasiado intensas. Se quedaba paralizado bajo las sábanas mientras soportaba los sentimientos de pánico. Durante la primera de las tres sesiones, surgió una increíble historia mientras trabajábamos con estas «mariposas» enfocándonos en las sensaciones de miedo de Jack (así como en sus recursos). Lo que apareció fue una aterradora imagen de su estantería sacudiéndose durante el temblor. Sin embargo, ya que la estantería no se vino abajo, ¿qué hacía que la experiencia de Jack fuera tan traumática como para alejarlo de sus amigos en la escuela? Continuamos trabajando juntos y el tema pronto se esclareció.

 

Cuando Jack sintió el temblor por primera vez, fue incapaz de predecir el nivel preciso de peligro; lo único que se registró en su cerebro reptiliano fue la «bandera roja» de la amenaza. Su sistema nervioso respondió al peligro percibido poniéndose en un estado de alerta completo y continuó sintiendo el pánico mucho después de que el temblor hubiera terminado. La intensidad de su respuesta se explica cuando nos damos cuenta de que cuando Jack era más pequeño había sido confinado a un corsé de escayola después de una primera cirugía de espalda. Asustado por el procedimiento y luego inmovilizado por la escayola, era incapaz de responder a los peligros que sentía que lo acechaban por doquier, como muchos niños lo sienten después de un evento tan aterrador. No podía llevar a cabo el impulso normal de huir; estaba realmente paralizado. En el caso de Jack, era la escayola la que no le permitían moverse.

 

Cuando el cerebro pone en movimiento un impulso sensomotriz, pero los miembros no pueden moverse (o si el movimiento en sí podría ser peligroso, como ocurre en una cirugía o un abuso sexual), probablemente se desarrollarán síntomas. La molestia se puede experimentar como irritabilidad, ansiedad, «mariposas», insensibilidad, etc. Cuando el cuerpo ya no puede soportar los sentimientos abrumadores, se colapsa resignándose al miedo («impotencia aprendida»), lo que hace cualquier animal en una situación en la que una huida activa de la amenaza resulta imposible. Mientras Jack se hacía mayor, lo que había sido una experiencia terrorífica en su infancia temprana parecía «olvidada» a los once años.

 

El problema es que, a pesar de que un evento pueda haber desaparecido de la memoria consciente, el cuerpo no olvida. Hay un imperativo fisiológico para completar los impulsos sensomotrices incompletos que se activaron antes de que el cuerpo fuera capaz de regresar a un estado de alerta relajado. Por lo tanto, aun después de que le quitaran la escayola a Jack, la energía no descargada y la «huella» neurológica de la restricción permaneció presente en su sistema nervioso.

 

La razón por la cual nuestros cuerpos no olvidan: lo que la investigación cerebral nos ha enseñado

 

¿Por qué no nos liberamos de la amenaza una vez que ésta ha terminado? 

¿Por qué se nos quedan, a diferencia de nuestros amigos animales, los vívidos recuerdos y la ansiedad que nos alteran para siempre si no obtenemos la ayuda que necesitamos?

 

El reputado neurólogo, Antonio Damasio, autor de El error de Descartes y La sensación de lo que ocurre, descubrió que las emociones literalmente tienen un mapeo anatómico en el cerebro necesario para la supervivencia. Esto quiere decir que la emoción del miedo tiene un sistema de circuitos neurales muy específico grabado en el cerebro y que corresponde a sensaciones físicas específicas de varias partes del cuerpo. Cuando algo que vemos, escuchamos, olemos, probamos o sentimos da señas de la amenaza original, la experiencia del miedo ayuda al cuerpo a organizar un plan de «huida o parálisis» para así evitar rápidamente el peligro. El detonante produce más que un recuerdo (de hecho, muchas veces no hay un recuerdo consciente del origen, sino solamente una respuesta física). La frecuencia cardíaca se intensifica rápidamente, se produce sudor y aparece angustia porque el cuerpo actúa como si la amenaza todavía estuviera ocurriendo. La fuerte emoción del suceso original dejó una huella igual de fuerte para enseñarnos una lección de supervivencia. Esto resulta útil cuando nos enfrentamos al siguiente peligro. Pero ¿por qué esta respuesta se vuelve inadaptada, apareciendo incluso si no hay un peligro real? Veamos de nuevo la investigación.

 

Bessel van der Kolk, un destacado investigador del trauma en la Universidad de Boston, ha estudiado la respuesta del miedo a través de una imagen por resonancia magnética (IRM). Una pequeña estructura con forma de almendra en el mesencéfalo llamada amígdala es la responsable de activarse rápidamente cuando se percibe una amenaza. Es altamente receptiva a elementos visuales y sonidos y recluta muchas áreas del cerebro para lidiar con la situación. Joseph LeDoux de la Universidad de Nueva York, y autor de El cerebro emocional, lo asemeja a un sistema de alerta temprana que advierte y prepara al cuerpo para el peligro. La corteza frontal, la cual piensa y razona, juega entonces un papel crítico en poder decidir si un perro que ladra es amigo o enemigo, si la sombra es un acosador o un extraño amigable o si el objeto en el camino es una serpiente o una rama. Si resulta que el perro es amigable, el mensaje que la corteza envía de regreso a la amígdala tranquiliza la respuesta de miedo.

 

Desafortunadamente, en una persona traumatizada, la corteza es incapaz de apaciguar la respuesta de miedo. Con este «desvío cortical» no podemos usar la razón para liberarnos de este miedo e, inadvertidamente, nos quedamos con la opción de exteriorizarlo a través de una emoción extrema, de sufrir en silencio los sentimientos abrumadores o bien quedarnos en blanco a causa de las angustiantes señales de respuesta al miedo. En palabras de Bessel van der Kolk, «En el TEPT [trastorno por estrés postraumático] la corteza frontal es tomada como rehén por una amígdala volátil. El pensamiento es secuestrado por la emoción. Las personas con TEPT están sintonizadas de manera muy sensible para responder a incluso estímulos muy menores como si su vida estuviera en peligro».

 

De vuelta a la historia de Jack

 

La explicación científica precedente facilita la comprensión de cómo fue posible que años después, cuando Jack yacía en su cama poco después de su segunda cirugía, el temblor menor disparara las sensaciones (recordadas por la consciencia corporal) de impotencia del residuo traumático de su cirugía anterior. Su cuerpo respondió al peligro presente como si todavía estuviera confinado a la escayola. Como su cuerpo estaba a merced de una amígdala excesivamente sensible, el estallido adicional de adrenalina disparó un torrente de reacciones tan abrumadora como los sentimientos originales de terror. Estos sentimientos de ansiedad impedían a Jack a salir al mundo, a pesar de que en apariencia no tenían sentido. Sin embargo, las sensaciones recién activadas del «antiguo» suceso, cuando era incapaz de protegerse a sí mismo, se habían grabado en su «memoria corporal», debilitando la confianza en sí mismo. Al no poder descifrar la fuente de las sensaciones paralizantes internas, Jack sintió pánico.

 

Lo que parecía una fobia a la escuela, en realidad era el «miedo» de la avalancha de sensaciones perturbadoras causadas por la gran cantidad de hormonas de estrés recién liberadas y disparadas por la antigua «huella» de cuando Jack estuvo inmovilizado y era incapaz de correr para ponerse a salvo. Afortunadamente, a medida que Jack aprendía cómo «hacerse amigo» de sus sentimientos aterradores poco a poco, su cuerpo conectaba con el pasado y descargaba las sensaciones paralizantes en sus piernas mientras éstas comenzaban a temblar. Luego, de forma casi milagrosa, ¡Jack sintió que sus piernas querían correr tan rápido como pudieran llevarlo! Para esto precisamente había sido «programado» su sistema sensomotriz en el momento de su primera cirugía, y él no lo había podido hacer.

 

Muchos de nosotros hemos tenido algún tipo de suceso «ordinario» aterrador del que no nos hemos recuperado por completo. Y algunas de estas experiencias «hace tiempo olvidadas» han creado los cimientos de varios síntomas emocionales y físicos, e incluso nuestras aversiones y «preferencias». El siguiente ejemplo ilustra que normalmente no los cuestionamos.

 

Henry

 

La madre de Henry, un niño de cuatro años de edad, empezó a preocuparse cuando él se rehusó a comer (la que había sido) su comida favorita: bocadillo de mantequilla de cacahuate y mermelada con un vaso de leche. Cuando su madre los ponía enfrente de Henry, él se agitaba, se ponía tenso y los apartaba. Lo que resultaba aún más perturbador era el hecho de que comenzaba a temblar y llorar siempre que el perro de la familia ladraba. Nunca se le ocurrió a la madre que esta «manía» por los alimentos y miedo a los ladridos estaban directamente relacionados con un incidente «ordinario» que había ocurrido casi un año antes, cuando Henry todavía usaba la trona.

 

Mientras estaba sentado en su trona devorando su comida favorita mantequilla de cacahuate, mermelada y leche– había tendido su vaso medio vacío orgullosamente hacia su madre para que ella lo rellenara. Como estas cosas pasan, a Henry se le resbaló el vaso de la mano, cayó al suelo y causó un estruendo. Esto sobresaltó al perro, haciéndolo saltar hacia atrás, y derribó la trona. Henry se golpeó la cabeza contra el suelo y se quedó ahí, respirando con dificultad y sin poder recuperar el aliento. La madre gritó y el perro comenzó a ladrar fuertemente. Desde la perspectiva de su madre, la aversión por la comida y el miedo aparente hacia el perro de Henry tenían ningún sentido. Sin embargo, desde el punto de vista del trauma, la simple asociación de haber tomado leche y mantequilla de cacahuate justo antes de la caída, junto con el ladrido salvaje del perro, condicionó su miedo y su aversión hacia esa comida como en una respuesta condicionada de Pávlov.

 

Una vez que Henry «practicó» las caídas controladas sobre almohadas (con las sugerencias detalladas en este libro), aprendió a relajar sus músculos mientras se rendía poco a poco a la gravedad. Antes de esto, «simplemente» no comía esos alimentos y le costaba trabajo dormir cuando los perros del barrio ladraban. Afortunadamente, después de un par de sesiones de juego, este niño pequeño devoraba una vez más sus alimentos favoritos y le ladraba de regreso a su perro con un júbilo juguetón.

 

Lecciones aprendidas de los animales

 

¿A qué se debe que los animales de presa no domesticados rara vez se traumaticen? Aunque los animales en su entorno natural no sufran procedimientos quirúrgicos ni lleven escayolas como lo hizo Jack, sus vidas se ven amenazadas de manera rutinaria, a menudo varias veces al día. Sin embargo, cuando están en estado salvaje, los animales raramente se traumatizan. Las observaciones de los animales en estado salvaje condujeron a la premisa de que los animales tienen una capacidad innata para recuperarse de una dosis continuada de peligroLiteralmente se «sacuden» la energía residual al temblar, mover rápidamente los ojos, sacudirse, jadear y completar movimientos motores. Mientras el cuerpo comienza a recuperar su equilibrio, se puede observar al animal «respirando» espontáneamente en profundidad.En realidad, si se observa con cuidado, uno se da cuenta de que la respiración proviene desde un lugar profundo de su organismo. Todo esto forma parte del mecanismo normal de autorregulación y homeostasis. La buena noticia es que compartimos esta misma capacidad con nuestros amigos animales.

 

¿Por qué, entonces, los humanos sufren de síntomas de trauma? 

Hay varias respuestas a esta pregunta vital. Primero que nada, somos más complejos que otras criaturas. Al estar dotados de un cerebro racional superior, sencillamente pensamos demasiado. El pensamiento se empareja con demasiada frecuencia al juicio. Los animales no tienen palabras para juzgar sus sentimientos y sensaciones. No hay sentimientos de culpa, vergüenza, o reproches. El resultado final es que no impiden el proceso de sanación que lleva de regreso al equilibrio y la homeostasis como lo hacemos nosotros. Otra razón es que no estamos acostumbrados a respuestas físicas tan fuertes. Sin la habilidad de guiar, en vez de impedir, estas reacciones involuntarias, los instintos que los animales dan por hecho pueden ser aterradores, tanto para los niños como para los adultos. Además, nuestros pequeños son dependientes de nosotros en cuanto a seguridad y protección durante mucho más tiempo que las crías de otras especies. Los niños necesitan la seguridad de un cuidador para recuperarse.

 

La mayoría de los mamíferos jóvenes, y eso por supuesto incluye a los niños humanos, en vez de huir de la amenaza correrán hacia una fuente de protección adulta, normalmente hacia la madre (o hacia otros adultos). De manera similar, los bebés humanos y niños pequeños se aferran a sus figuras de apego cuando se sienten amenazados. De hecho, los humanos de todas las edades buscan el consuelo de otros cuando sienten miedo o estrés. (Esto es lo que sucedió en Nueva York después del 11-S, cuando las personas pasaron horas en el teléfono hablando con sus familiares y amigos). Pensamos que resulta evidente que se produzca un dilema de consecuencias profundas si las personas que se supone que nos quieren y protegen también son las que nos han lastimado, humillado o violado. Este «doble vínculo» socava un sentido básico de identidad y de confianza en los instintos de uno mismo. De esta manera, el sentido de seguridad y estabilidad de uno mismo se debilita. Por esta razón, si tienes un niño con problemas de apego (como puede ocurrir en adopciones, en familias de acogida y cuando ha habido separación o abuso), la ayuda y el apoyo de un profesional cualificado es generalmente aconsejable, si no fundamental.

Bibliografía

Levine, P., & Kline, M. (s.f.). El trauma visto por niños.

 

 

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