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EJEMPLO DE APEGO DESORGANIZADO

 EJEMPLO DE APEGO DESORGANIZADO

 

La historia de Katie simboliza el arduo viaje al que se enfrentan la mayoría de los niños traumatizados que tienen una capacidad mermada para confiar en sus cuidadores. Muchos de ellos permanecen inmersos en historias que son mucho menos halagüeñas que la de Katie. Muchos rompen con sus entornos de acogida a lo largo de su infancia y adolescencia y acceden a la edad adulta sin ninguna relación que les brinde la sensación de estar “en casa”. Entonces entablan insatisfactorias relaciones posteriores que conducen a decepciones, divorcios, violencia doméstica, consumo de sustancias y, en último extremo, al maltrato y abandono de sus propios hijos. El ciclo de maltrato es mayor entre aquellos adultos y niños que no saben cómo formar apegos seguros y significativos.

 

Seguimos al personaje de Katie Harrison desde que nace hasta después de cumplir los ocho años. Durante sus primeros cinco años de vida fue objeto de repetidos maltratos, tanto emocionales como físicos. También experimentó un profundo abandono emocional por parte de unos padres que la ignoraban, que se mostraban indiferentes ante ella y apenas tenían sitio para ella en sus corazones. Durante los siguientes tres años, Katie pasó por varios hogares de acogida. El daño que le hicieron sus padres siguió vivo dentro de su núcleo afectivo y mermó gravemente su disposición y su capacidad para desarrollar la seguridad del apego con sus nuevos cuidadores.

A Katie respondía a un patrón de apego desorganizado que le impedía regular el estrés, ya fuera confiando en sí misma o en los demás

Este patrón coloca al niño en:

 Riesgo de sufrir problemas de salud mental a lo largo de su vida, tanto los caracterizados por la exteriorización (confrontación-desafío, TDAH, arrebatos explosivos), así como por la interiorización(trastornos de ánimo y de ansiedad y disociación). 

También manifiesta:

·      desregulación del afecto, 

·      tendencias disociativas, 

·      deterioro del funcionamiento reflexivo, 

·      conductas impulsivas y un 

·      autoconcepto fragmentado y basado en la vergüenza.

 

EL MALTRATO Y ABANDONO DE KATIE

En realidad (la realidad de Katie), Lo que necesita es una familia que le brinde seguridad y que la enseñe a confiar, a amar y a experimentar alegría y placer. Una familia que la ayude a curar y a resolver sus innumerables traumas y a desarrollar un self integrado. Sin esa familia, no comenzará a valorarse y no se sentirá conectada con otros miembros de la comunidad humana.

La niña estaba en su cuna, donde había pasado gran parte de sus primeros tres meses. Cada vez hacía más frío en Maine, y ahora tenía frío casi siempre, ya que la manta que tenía era demasiado fina para ese tiempo. Tener frío era desagradable, al igual que el dolor habitual que experimentaba porque le cambiaban los pañales con poca frecuencia y la bañaban con menos frecuencia aún. Tener hambre le aportaba una incomodidad más aguda e irregular. A veces, sus lloros le procuraban comida con bastante rapidez, mientras que otras veces lloraba durante largos períodos antes de que la alimentaran. En realidad, a veces lloraba hasta quedarse dormida, agotada y aún con dolorEn otras ocasiones, escuchaba ruidos aterradores que la hacían llorar más intensamente. En esos momentos, su madre, Sally, o su padre, Mike, no tenían paciencia con su llanto y le gritaban, como si eso la calmara.

 

Ese día resultó ser peor de lo normal para Katie. No le habían dado de comer, y probablemente estaba llorando más fuerte de lo habitual. Mike le gritó y luego la sacudió por los hombros y la abofeteó. El dolor fue repentino, inesperado y agudo. Katie no conocía otra respuesta que llorar con más fuerza. Mike volvió a abofetearla, puso su cara a centímetros de la de ella y le gritó. El mundo de Katie se llenó de dolor y de caos. Sacudía y agitaba los brazos y las piernas, arqueaba la espalda y lloraba tanto que apenas podía respirar. Tenía los ojos muy abiertos y desenfocados.

 

Sally entró en la habitación y le gritó a Mike que dejara a Katie en paz y que nunca más volviera a pegarle. Levantó a Katie, le habló en voz baja y la meció. Sally siguió gritando a Mike y su tensión hizo aún más difícil que Katie se relajara. Finalmente, Katie comenzó a beber de su biberón, pero se quedó dormida antes de ingerir lo necesario. Después de dos horas de sueño inquieto, se despertó y pidió más leche llorando. Sally ahora estaba durmiendo y no respondió, así que finalmente Katie se volvió a dormir, todavía con hambre, con problemas y asustada.

 

Sally Thomas tenía diecinueve años cuando tuvo a Katie. Llevaba dieciocho meses con Mike Harrison (que era cuatro años mayor que ella) a pesar de los frecuentes conflictos y las separaciones periódicas. Sally quería que Mike “sentara la cabeza”, y cuando le transmitía este deseo, él solía irse enfadado. Con el tiempo, Sally comenzó a guardarse el resentimiento que tenía por esa falta de interés en trabajar o en casarse. Mike consiguió algún que otro trabajo, pero Sally descubrió que bebía y salía más con sus amigos cuando estaba trabajando. Como resultado, tenía sentimientos encontrados acerca de que Mike tuviera trabajo, ya que lo normal es que eso solo causara más peleas.

 

Al principio Sally estaba emocionada con tener a Katie. A su propia madre, Helen, y a sus hermanas mayores parecía encantarles que fuera a ser madre, y ella disfrutaba de su nuevo estatus como adulta. Además, había albergado esperanzas de que Mike se interesara en Katie y quisiera ayudarla en la crianza y tal vez incluso mantenerla. Cuando ocurrió más bien lo contrario y Mike se volvió más retraído e irritable que nunca, Sally comenzó a resentirse por las constantes demandas de Katie. Se mostraba cada vez más impaciente con ella. Al principio se resistió a este cambio de actitud hacia Katie, ya que siempre se había dicho a sí misma que criaría a sus propios hijos mucho mejor que como la había criado a ella su madre. Sally tenía la impresión de que, durante su infancia, su madre o bien le gritaba o bien la ignoraba. Era como si no hubiera habido nada aparte de eso. Estaba convencida de que Katie y ella serían diferentes.

 

Llegado cierto punto, Sally fue consciente de que ya no disfrutaba mucho de Katie. Cuando su hija la miraba, ella desviaba la mirada. ¡A veces sentía que Katie le demandaba demasiado! Nunca parecía estar satisfecha. Sally intentaba no pensar en ello. En cierto modo, Katie parecía estar insatisfecha con ella, al igual que le ocurría a su propia madre. ¡No pudo complacer a su madre y ahora ni siquiera podía complacer a su propia hija! Sally se sentía confusa acerca de la reacción de Katie hacia ella. A veces, creía que no le gustaba a Katie. Intentaba jugar con ella, pero Katie no parecía estar interesada. La alimentaba y la bañaba, pero Katie podía pasarse llorando los treinta minutos siguientes. Lloraba cuando Sally la cogía y también cuando la soltaba. No tenía la sensación de conocer a su hija y cuidarla no le reportaba mucho placer. Ser madre no era lo que había esperado.

 

Sally se planteó decirle a la enfermera de la consulta del pediatra que realmente no sabía qué hacer cuando Katie lloraba. Quería decirle lo difícil que era y lo cansada que se sentía a menudo. Quería decirle que ser madre no era como esperaba. ¿Pero cómo iba a decir algo así? ¿Cómo iba a admitir que ni siquiera podía criar a un bebé? Quizás podría pedir ayuda. Tal vez alguien podría recomendarle algún libro. Le habían hablado de una clase de crianza para adultos en Cony High. A lo mejor debería apuntarse. ¿Pero quién cuidaría a Katie? Seguro que Mike no. Es más, Mike se enfadaría con ella por hacer algo por su cuenta. Sally acabó dejando de pensar en sus dudas. Le resultaba más sencillo limitarse a hacer lo que tenía que hacer y luego tratar de relajarse viendo la tele. Se sentía demasiado cansada como para hacer cualquier otra cosa.

 

En realidad, a los tres meses de edad Katie no rechazaba a su madre. Sus energías iban destinadas a sentirse segura y cómoda, a estar plena y a conferirle sentido a su mundo. Los estados emocionales internos la dirigían hacia la comida, el sueño, la eliminación de algunas molestias o la percepción de algo nuevo. Le interesaban especialmente las caras de las personas. Sally era una parte importante de los estados emocionales que más la ayudaban a satisfacer sus diversas necesidades. Sally no significaba nada para Katie más allá de esas necesidades. A veces, Katie se quejaba y lloraba y Sally estaba allí, de manera que Katie se sentía mejor. Pero a veces Sally no estaba allí. Katie se quejaba y lloraba por cualquier cosa que la molestaba y Sally no le proporcionaba consuelo. El desconsuelo continuaba y se intensificaba y Sally seguía ausente. Katie no podía experimentar consuelo a menos que Sally estuviera presente. No podía consolarse a sí misma, y como la mayoría de las veces su madre no le proporcionaba consuelo, Katie dejó de buscarlo. Sin consuelo, experimentar tristeza era cada vez más doloroso.Entonces Katie dejó de estar triste. ¡No se sentía lo suficientemente segura como para estar triste! También perdió la confianza en su mundo, ya que lo único que le había proporcionado durante mucho tiempo había sido diversas formas de desconsuelo impulsadas por el hambre, por sonidos repentinos o fuertes, por el agua que estaba demasiado caliente o demasiado fría— o por un dolor persistente bajo el pañal. 

 

Puede que el 14 de febrero de 1988 fuera la última vez que Sally se esforzara por criar a Katie. Su padre, Sam, que se había pasado buena parte de su vida metido en los bares y en los barcos de pesca de Portland, venía de visita con su nueva novia, Tammy. Si Sam se comportaba como de costumbre, lo más probable es que sentara la cabeza durante unos meses hasta que Tammy dejara de interesarle. Seguro que aquel viaje a Augusta para visitar a su hija y a su nieta era solo para impresionar a Tammy, pero a Sally no le importaba. Le demostraría a su padre que era una buena madre y que estaba haciendo algo con su vida. Puede que volviera a visitarla y a disfrutar de ella y de su familia, incluso que quisiera formar parte de su vida.

 

Cuando Sally empezó el día con Katie, se sintió feliz y capaz. Le dio el biberón y luego la bañó. Katie parecía contenta de estar con ella. Sonreía, chapoteaba y parecía responder cuando Sally jugaba con ella y se reía cuando su madre le hacía tonterías. ¡A Katie le gustaba! Sally estaba haciendo un buen trabajo, y su padre estaría orgulloso de ella. Acostó a Katie y lo preparó todo.

 

Katie tenía seis meses, y casi todos los días Sally deseaba que Katie pudiera ser un poco más autónoma. Mike nunca ayudaba, e incluso se enfadaba con Katie porque le robaba la atención de Sally. A Sally le costaba cada vez disfrutar de Katie, pero hacía lo que sabía que tenía que hacer, al menos la mayor parte del tiempo. Le consolaba un poco saber que probablemente estaba haciendo un mejor trabajo con Katie que el que su madre había hecho con ella o con sus hermanas.

 

Katie estaba cada vez más confundida porque no se estaba satisfaciendo adecuadamente una necesidad sutil que había ido aumentando gradualmente durante los últimos tres o cuatro meses. Katie entraba en un estado emocional mágico y placentero cada vez que Sally y ella interactuaban con juegos y muestras de afecto. Katie se sentía atraída hacia los ojos de Sally, hacia su sonrisa y hacia el sonido musical de su voz. Cuando Sally bailaba con Katie, la niña sentía los brazos de su madre rodeándola y su cuerpo se mecía y bailaba también. En estos momentos, Katie sentía las manos de su madre sobre su cabeza, cara y cuerpo. ¡Qué placer le daba ese contacto cuando iba acompañado de la cara y la voz de Sally! Katie buscaba cada vez más esos estados emocionales tan profundamente conectados con la manera en que experimentaba a su madre. Pero no sucedían a menudo. Katie buscaba esos ojos, esas sonrisas, esas manos y esos brazos, y muchas veces no los encontraba. A veces, aparecían acompañados del estado emocional relacionado con la lactancia. Pero incluso entonces, la mayoría de las veces, cuando Sally le daba leche, no venía acompañada del estado emocional alegre y afectuoso que invitaba a la reciprocidad que Katie quería sentir desesperadamente.

 

Katie se despertó llorando treinta minutos antes de que llegara el padre de Sally. Sally la cogió, le cantó, la alimentó y le cambió el pañal. Al principio, Sally estaba tranquila y esperanzada, pero al ver que Katie no se calmaba, se puso tensa. Mike no podía soportar oírla llorar, y ella necesitaba que Mike estuviera calmado. Si el padre de Sally no fuera de visita, Katie volvería a la cuna y lloraría hasta quedarse dormida, Mike se iría y ella pondría la tele. Esa era la única forma que tenían de superar el llanto. Pero su padre estaba llegando y ella tenía que hacer que Katie parara.

 

Como de costumbre, Sam y Sally se sintieron incómodos al verse después de una ausencia de cerca de un año. Al principio, Katie supuso una distracción, ya que Sam y Tammy se reían de lo fuerte que lloraba, y elogiaron a Sally por ser capaz de criarla. Tammy, que no era mucho mayor que Sally, dejó claro que nunca se había planteado tener un hijo. Oír a Katie llorar la había convencido de que era una decisión acertada.

 

Sam acabo dando a Sally algunas sugerencias sobre cómo calmar a Katie. Ella no estaba segura de si su padre quería ser útil o si ya se había cansado del ruido. En cualquier caso, no quería que la ayudara. Conocía a Katie mejor que nadie, y si ella no conseguía que dejara de llorar, nadie podría hacerlo. Se llevó a Katie a su habitación y la puso en la cuna.

 

Sam la siguió y le dijo a Sally que no debía acostar a Katie cuando estaba llorando. La conversación se calentó y derivó de la forma en que Sally criaba a Katie a la forma en que Sam había fracasado al criar a Sally. Finalmente, Sam explotó:

 

—¡En lugar de hablarme de esa manera, deberías estar cuidando a tu hija!

 

—Yo sí la cuido. ¡Es más de lo que hiciste por mí en tu vida!

 

—¡Si no nos quieres aquí, nos vamos! ¿Qué narices te pasa?

 

—Soy una buena madre. No es culpa mía que esté llorando.

 

—¿Y entonces por qué no le das de comer? Por nosotros no te cortes.

 

—¡No! ¡No! —gritó Sally—. ¡Me ocuparé de ella como me dé la real gana! ¡Ya está bien!

 

—Ese ruido me está volviendo loco— exclamó Sam.

 

—Pues entonces vete, que es lo que has hecho siempre —le dijo Sally.

 

Sam y Tammy se fueron. Mike le dijo a Sally no lo había gestionado bien. Sally no le escuchó. Solo escuchaba a Katie. Corrió a su habitación.

 

—¡Cállate! ¡Cállate! —le gritó mientras la sacaba de la cuna y la tiraba hacia la cama. Katie se dio con el lado de la cama y rebotó en el suelo de manera que la pierna se le quedó torcida debajo del cuerpo. Lloraba de dolor. Sally gritó, tembló y se tapó la cara. Mike soltaba tacos, gritaba e iba de un lado al otro. Finalmente, Sally consiguió llamar a una ambulancia. Mike le dijo a Sally que le contara a la gente del hospital que Katie se había caído de la cama mientras Sally la alimentaba.

 

En el hospital, Sally parecía estar en shock. Trataba de cuidar adecuadamente a su hija, pero estaba emocionalmente apagada. Rechazó la ayuda que le ofreció la trabajadora social del hospital. El personal del hospital tenía dudas sobre la lesión y sobre la situación familiar en general, pero decidieron que no había suficientes interrogantes como para justificar una investigación por parte del DHS. No había incidentes previos ni signos evidentes de abandono. Se ofrecieron para concertar a Sally una cita con el consultor de salud mental, pero Sally se negó.

 

De vuelta a casa, Sally parecía estar más tranquila con Katie de lo que Mike la había visto nunca. Pero Sally no conseguía olvidar que Katie había estropeado la visita de su padre. Katie no iba a volver a molestarla. El escaso placer que Sally había sentido al cuidar a Katie había mermado aún más. En cierto nivel, Sally sabía que Katie quería que la cogiera, que se riera y que jugara con ella. Sabía que lo único que su hija de seis meses quería era que su madre hiciera tonterías con ella, que cantara y bailara, le hiciera cosquillas y le tocara la tripita, los brazos y el cuello, pero Sally casi nunca conseguía hacer esas cosas. Katie le estaba amargando la vida, y Sally no iba a echarse a perder por ella. Pero no era consciente de esa decisión. Era como era y punto. En realidad, era lo que había ocurrido entre ella y su propia madre. Pero Sally tampoco era consciente de eso.

 

Sally tenía razón. Katie quería jugar, reír y mirar a su madre con todo su ser. La vida emocional de Katie se estaba desarrollando rápidamente a los seis meses, y necesitaba que esas experiencias de placer recíproco con su madre emergieran por completo. Pero la curiosidad, la alegría y la emoción de Katie dependían de que Sally tuviera experiencias recíprocas con ella. Su desarrollo emocional y su desarrollo neurológico estaban entrelazados, y era necesario que Sally los activara implicándose con su hija con afecto y sensibilidad de manera frecuente. Cuando Sally se ausentaba, tanto física como psicológicamente, Katie estaba perdida y no podía continuar con su desarrollo emocional e interpersonal. No podía activar esos procesos internos ella sola. Necesitaba que Sally lo hiciera por ella y con ella. Pero Sally lo hacía cada vez menos. En consecuencia, Katie dejó de desear esas interacciones con Sally. De manera análoga dejó de buscar la alegría y el deleite recíprocos. Ahora ya no buscaba consuelo ni felicidad, y no estaba lo suficientemente segura como para sentir tristeza o deleite.

 

Katie solía quedarse en la cuna con sus lágrimas y lloriqueos. Aún con más frecuencia, se militaba a mirar fijamente o hacía algunos movimientos repetitivos con las manos y piernasSe fijaba en algún objeto en la cuna o en la pared de al lado, como si estuviera invitándolo a interactuar con ella. Quería que su mundo respondiera a sus estados de ánimo y los compartiera. Al obtener escasa respuesta, comenzó a pasar por alto esos estados y, a menudo, simplemente se ponía tensa, se aislaba y se desesperaba.

 

Cuando Sally estaba presente, Katie todavía era algo consciente de desear esta interacción especial con su madre. Anticipándose al fracaso, Katie solía apartar la vista de Sally o se sentía más inquieta, como si tratara de negarse lo que echaba de menos. Otras veces se ponía muy nerviosa, incapaz de integrar el intenso afecto que la presencia de Sally le estaba provocando. En otras ocasiones, cuando Sally estaba particularmente tensa, como después de una pelea con Mike, Katie sentía la angustia de su madre y se preocupaba aún más. En esos momentos, Katie se quedaba más tranquila cuando Sally se iba. Se estaba desarrollando una realidad profundamente triste para Katie. A diferencia de la mayoría de los bebés, que experimentan un deleite total en presencia de sus madres, Katie se mostraba muy ansiosa y ambivalente cuando Sally estaba presente. Todavía esperaba algo de su madre, pero se anticipaba a su fracaso. A diferencia de la mayoría de los bebés, cuyo desarrollo emocional y neurológico se ve impulsado por el disfrute recíproco con sus madres y con el consuelo que les proporcionan, este tipo de desarrollo en el interior de Katie ocurría lenta y abruptamente y carecía de una diferenciación e integración adecuadas.

 

A 19 de septiembre de 1989, Katie ya había cumplido los dos años. Meses antes, Sally se había dado cuenta de que Katie nunca lloraba. A Mike y a ella les parecía raro, pero en realidad les daba bastante igual. Katie se quejaba mucho y perseguía a Sally molestándola, pero eso era mucho mejor que cuando lloraba.

 

Hacía ya dieciocho meses que Sally le había roto la pierna a Katie. La mayor parte del tiempo, Sally alimentaba, aseaba y vestía a Katie con bastante regularidad. Cuando Katie comenzó a gatear y luego a caminar, Sally solía vigilarla para prevenir accidentes y evitaba que molestara a Mike. A veces le daba igual que la niña molestara a Mike. Entonces Mike gritaba a Katie y la apartaba sin ningún tipo de contención. Sin embargo, Katie se pasaba casi todo el tiempo siguiendo a Sally allá donde fuera. Se aferraba a ella y empezó a gemir en cuanto aprendió algunas palabras. Durante un tiempo, Sally hizo un pequeño esfuerzo por responder, incluso con cierto grado de placer, pero fue perdiendo la sensación de obligación hacia Katie y hacia la maternidad. El aluvión aparentemente constante de demandas llevó a Sally a retirarse casi por completo con respecto a su hija. Katie nunca parecía estar satisfecha; siempre quería más de su madre, pero Sally no tenía nada más que ofrecer. Lo único beneficioso de esta situación fue que Sally aprendió a amortiguarse emocionalmente a sí misma de una manera que reducía mucho la rabia que sentía hacia Katie. Pero Mike no sabía hacer eso. Katie conseguía provocarle un torbellino de gritos en apenas treinta segundos. Sally había aprendido a ignorar las quejas y demandas de su hija y seguir leyendo, comiendo, hablando por teléfono o viendo la tele. De vez en cuando, Sally apartaba a Katie cuando se le enganchaba a la pierna y gemía demasiado fuerte, pero la mayoría del tiempo se dedicaba a su vida sin sentir casi nada hacia Katie. Sabía que no volvería a maltratarla. También sabía que haría su trabajo para que nadie criticara su estilo de crianza. Katie estaría alimentada, limpia y bien vestida. Tendría que bastar con eso. Sally apenas sentía nada hacia su hija. Había aprendido a disociarse de las emociones maternales que solía experimentar con tanta vehemencia.

 

Ese día de septiembre comenzó como la mayoría de los días. Sally se levantó con Katie, la cambió, le dio algo de comer y la dejó en el suelo de la habitación con algunos juguetes mientras ella se tomaba su café y sus tostadas y encendía la televisión. Como Mike estaba durmiendo y Sally no quería que se pusiera a gritar, cogió a Katie en su regazo y se esforzó por jugar con sus rompecabezas y bloques mientras veía el programa de la tele. Le explicaba a Katie cómo iba el rompecabezas y recogía las piezas que iban cayendo al suelo. Finalmente, se dio cuenta de que Katie estaba tirando deliberadamente las piezas al suelo. Sally se enfadó, tiró las piezas y bloques restantes por la habitación y habló con dureza a Katie mientras la dejaba en el suelo.

 

Entonces Katie pidió galletas saladas. Sally le dio unas cuantas y volvió a ver la tele. Cuando Katie le pidió más, ella siguió viendo su programa. Después de que volviera a ignorarla, Katie tiró una pieza de rompecabezas que le dio a Sally en el brazo. Sally gritó a la niña y amenazó con pegarle. Katie le tiró otra pieza que le dio en la cara. Sally se levantó de un salto de la silla y le dio un bofetón a su hija. Entonces Katie gritó y mordió a su madre en el brazo. Sally la insultó y volvió a pegarle. Katie corrió al otro lado de la habitación, gritó y miró a su madre con odio. Ya no parecía tener miedo de ella, ni estaba triste por lo que faltaba en la relación entre ambas. Lo único que parecía sentir hacia esa mujer que la odiaba era rabia.

 

Katie pronto comenzó a tener frecuentes rabietas agresivas. Ni Sally ni Mike podían hacer nada para detenerlas. A menudo obtenía lo que quería cuando su ira era lo suficientemente fuerte o destructiva. Sentía que su rabia podía brindarle cierto control sobre Sally. Le gustaba ver a Sally enfadarse cuando le gritaba. Cuando Sally parecía frustrada y molesta por sus berrinches, Katie experimentaba una sensación de poder que le gustaba. ¡Era capaz de generar un impacto emocional en Sally! Era mucho mejor generar un impacto negativo que no generar ningún impacto. Ya no buscaba disfrute o cuidados por parte de Sally. En cierto nivel, sentía que era mala y que no podía esperar una relación así. Además, había llegado a la conclusión de que Sally también era mala. Sally era mala, y Katie se estaba volviendo una profesional en encontrar maneras de devolverle el golpe.

 

Al mismo tiempo, los deseos de Katie parecían cambiar. Prefería la comida, los juguetes u otros objetos que veía a la atención y al afecto. Si no había objetos, entonces quería que Sally hiciera algo por ella. Cuando conseguía lo que quería, parecía estar contenta. Si Sally no le daba lo que quería, Katie la molestaba, y eso también le causaba cierta satisfacción. Divertirse con Sally ya no era importante para ella. La vida era más sencilla así. Y no había ni motivos ni tiempo para las lágrimas.

 

El 13 de septiembre de 1992, Katie pasó a la custodia protectora de Augusta, Maine. Ya había cumplido los cinco años. Había seguido cambiando mucho desde que comenzó con sus berrinches a los veinticinco meses. Antes de eso, cuando Sally y Mike se dieron cuenta de que no lloraba mucho, no le prestaron mucha atención. Cuando se dieron cuenta de que la niña no intentaba aferrarse mucho a ellos, se alegraron. No es que fuera más fácil criarla ahora. Siempre parecía estar enfadada y quejándose, y se tiraba al suelo por cosas que a ellos les parecían una tontería.

 

Tenían que gritar y castigar de verdad a Katie si querían que se callara. Pero esa estrategia tenía un precio. A menudo, Katie se vengaba de Sally por castigarla o por no darle lo que quería. Era menos probable que se vengara de Mike por cómo la trataba. Su padre la abofeteaba con fuerza cuando se enfadaba. Para Katie, era más divertido enfadar a Sally. Una vez, Sally castigó a Katie sin postre. A la mañana siguiente, todas las galletas y los dulces habían desaparecido. Otra vez, Sally obligó a Katie a sentarse en el sofá mientras Mike y ella cenaban. Un poco más tarde esa noche, Sally se sentó en el cojín y descubrió que Katie había orinado en él. Los cepillos del pelo de Sally desaparecían, el váter se atascaba, había champú derramado en la bañera y sus CD favoritos estaban destrozados. Sally no conseguía cazar a Katie destruyendo o robando, pero sabía que era cosa suya y le pegaba a menudo. Lo que más molestaba a Sally era que a Katie no parecía importarle. Sally la castigaba cada vez con más severidad y Katie la miraba con resentimiento, indiferencia o incluso placer. De alguna manera, Katie parecía estar obteniendo lo que quería sin importar lo que Sally hiciera. De alguna manera, Katie tenía el control.

 

Mike se cansaba de los gritos y las peleas entre Katie y Sally. A veces, cogía a Katie, la metía a empujones en su habitación y cerraba de un portazo, y ella se quedaba allí horas o incluso todo el día. En otras ocasiones, Mike culpaba a Sally del comportamiento de Katie. Mike se cebaba en cualquier posible error de Sally. Entonces se gritaban y Katie parecía estar contenta. A menudo Mike se iba sin más. Puede que regresara borracho de madrugada y que tuviera resaca al día siguiente. Entonces Katie se quedaba callada. Sabía de la impredecible ira de su padre después de emborracharse. Sally tenía problemas para quedarse callada. A menudo, Mike le pegaba y ella le devolvía el golpe. Pero eso lo empeoraba y Sally acababa recibiendo una paliza. Katie se sentía más segura cuando sus padres se peleaban. Si se quedaba en su habitación, la dejaban en paz. Además, puede que al día siguiente alguno de los dos hiciera algo bueno por ella, aunque solo fuera para molestar al otro.

 

El error de Katie el 13 de septiembre consistió intentar vengarse de Mike en lugar de centrar su ira en Sally. Esa mañana Katie derramó sus cereales y Mike estaba de un humor particularmente malo.

 

—Eres tonta del culo —le dijo—. ¿No puedes hacer nada a derechas? Pues ahora vas a lamer todo esto. Pon la cara en la mesa y empieza a lamer.

 

Katie gritó “¡No!” y trató de irse corriendo de la cocina. Mike la agarró por la camisa, la acercó a la mesa y le acercó la cara a la leche.

 

—¡Te he dicho que lo lamas!

 

Seguía manteniéndole la cabeza sobre la leche, y Katie gritaba y forcejeaba. La cogió con más fuerza y aumentó la presión contra la mesa. Luego comenzó a restregarle la cara por la leche.

 

—Eso es, ahora pareces un cerdo, niñata de mierda. Vete si no quieres que use tu pelo de fregona.

 

Katie se fue corriendo a su habitación, se puso a gritar y tiró sus juguetes. Cuando escuchó a Mike irse, todavía estaba furiosa. Volvió a la cocina, cogió un cartón de leche, lo llevó a la habitación de su padre y lo derramó sobre su ropa y su mesa. Entonces le brotaron lágrimas, pero de ira y amargura, no de tristeza ni de miedo. Sin embargo, de vuelta a su habitación se asustó. Se dio cuenta de lo que había hecho. Sally no estaba en casa. Sabía que estaría indefensa cuando volviera Mike.

 

Diez minutos después, escuchó a Mike entrar en casa con un hombre, Kirk, que vivía cerca. Desde su cuarto, los escuchaba hablar sobre el equipo de música de Mike, que Kirk quería comprar. Entonces escuchó a Mike entrar a su habitación.

 

—¡Será hija de puta! ¡Idiota de los cojones! ¿Dónde está?

 

Corrió a su habitación, y ella se escondió en el suelo detrás de la cama. Empezó a darle patadas. Luego la arrastró del pelo hasta su habitación y le tiró la ropa mojada por encima. Volvió a pegarle patadas, le escupió y comenzó a orinarle encima. No recordaba nada más de lo sucedido, pero escuchó a Kirk gritando a Mike y luego a Mike dando un portazo.

 

Kirk se fue y se lo contó a un vecino, que llamó a la policía. Cuando llegaron, Katie estaba sola. Basándose en su aspecto y en lo que les había contado Kirk, la llevaron al hospital. Luego volvieron y detuvieron a Mike.

 

Esa misma noche, Margaret Davis, una trabajadora de protección infantil, llevó a Katie a su primer hogar de acogida. Dos meses después, tras una audiencia en el juzgado en la que Sally apenas se opuso, Katie pasó a custodia permanente. Al día siguiente, el 9 de noviembre de 1992, le asignaron a un trabajador de servicios infantiles, Steven Fields, al que habían trasladado desde los servicios de protección infantil la semana anterior.

 

COMENTARIO

 

En sus primeros cinco años de vida, Katie sufrió incidentes específicos de maltrato físico, verbal y emocional y largos períodos de abandono emocional. Los interminables actos de violación emocional del cuerpo y el espíritu de Katie mediante miradas de disgusto, gritos de rechazo y el silencio mortal de la indiferencia fueron los que la llevaron a perder su deseo de crear un apego seguro con sus padres. El trauma de la violencia sexual y física está bien documentado, y con motivo. El “trauma de la ausencia” característico del abandono es menos obvio para muchos. El ciclo de maltrato que pasa inexorablemente de una generación a la siguiente se ve impulsado con más fuerza por la incapacidad de acceder a apegos significativos y mantenerlos (véase Egeland y Erickson, 1987; Cicchetti, 1989; Schore, 1994). Lamentablemente, a menudo nuestra sociedad pasa por alto la ausencia de interacciones afectivas cruciales entre padres e hijos, ya que no la considera justificación suficiente para una intervención contundente en la vida de un niño pequeño. Por increíble que parezca, es de agradecer que niños como Katie sean víctimas de maltrato a manos de sus padres, ya que eso justifica la intervención. El sistema legal minimiza el maltrato emocional y el abandono a pesar de sus profundos efectos a largo plazo.

 

Schore (1994), Greenspan y Lieberman (1988), Stern (1985), Sroufe et al. (2005), Siegel (2001, 2012) y Cassidy y Shaver (2016), entre otros, describen el papel crucial del apego en el desarrollo psicológico del niño pequeño. Para Katie, esos cinco años de experiencia en traumas del desarrollo habían desorganizado enormemente sus patrones de apego y la habían hecho incapaz de confiar en los demás para gestionar su angustia. La niña desarrolló una postura de autosuficiencia que implicaba ira, control y disociación de los estados emocionales vulnerables. Redujo su dolor y su conflicto con sus padres anulando el llanto y renunciando a la atención. Sin embargo, su ira generalizada la dejó indefensa ante la ira de sus padres hacia ella y, finalmente, ante el maltrato. Entre los nueve y los dieciocho meses, Katie habría estado lista para acceder de lleno al mundo de las interacciones y las expectativas sociales. Los comportamientos del niño pequeño se van organizando cada vez más a medida que integra sus propias iniciativas con los límites y orientaciones de socialización de su madre. Durante la socialización, el niño experimenta vergüenza, algo saludable y necesario para las etapas posteriores de su desarrollo. El hecho de que la madre diga que no y ponga límites a su bebé propicia una experiencia saludable de vergüenza durante la cual el bebé agacha la cabeza, evita el contacto visual, pierde la sonrisa y se queda inmóvil unos instantes. Durante esta experiencia, el niño se angustia porque no experimenta sintonía con su madre, se siente confundido por la incertidumbre de las intenciones de su madre y su sensación de autoestima disminuye. Si hay un apego materno-filial seguro, la madre restablece o repara rápidamente el estado intersubjetivo con su hijo, y esto permite al niño integrar esta experiencia de socialización, regular su experiencia de vergüenza y permanecer en un apego seguro —e incluso más intenso— con su madre. Emerge el control temprano de los impulsos y el niño es cada vez más capaz de resolver el conflicto entre sus propios deseos y los límites que su madre impone a su comportamiento. Como su madre es capaz de tener empatía hacia su experiencia subjetiva incluso cuando presenta una expectativa y un límite, el niño es capaz de asociar el límite con su comportamiento, no con el self. Las experiencias de vergüenza están contenidas. Al sentir empatía por uno mismo, el niño comienza a sentir empatía por los demás.

 

Además de estas experiencias de socialización y reparación, el niño se implica en desarrollos cognitivos cada vez más complejos. Con el lenguaje puede ir identificando y expresando su vida afectiva y racional interior y comienza a reflexionar sobre sí mismo. Al mismo tiempo, es consciente de los deseos, afectos, intenciones y comportamientos de sus padres, y su propia vida interior comienza a parecerse a la de ellos. Es capaz de notar los efectos de su comportamiento en los demás, y cuando causa angustia, es probable que se sienta culpable, no avergonzado. Este movimiento de la vergüenza a la culpa es un aspecto extremadamente importante del desarrollo psicológico (Tangney y Dearing, 2002). La culpa se correlaciona con la empatía, mientras que la vergüenza no. La vergüenza se correlaciona con varios síntomas psicopatológicos, mientras que la culpa no lo hace. Schore (1994) considera que la vergüenza generalizada es el mayor impedimento para el desarrollo pleno de una conciencia. En algún momento del tercer año de vida, el niño es capaz de participar constantemente en interacciones verdaderamente recíprocas e intencionales con sus padres, y esta habilidad continúa desarrollándose durante el resto de su primera infancia. Este niño ha formado un sentido de sí mismo que se desarrolla coherentemente y un apego seguro y diferenciado hacia su madre. Katie no era ese tipo de niño.

 

Durante sus primeros dieciocho meses, Katie vivió muchas menos experiencias intersubjetivas de las necesarias para el desarrollo de su sentido del self, para su afecto, para el desarrollo y regulación neurológicos y para la seguridad de su apego con su madre. Debido al desarrollo insuficiente de su sensación de seguridad de apego, no estaba preparada para las experiencias rutinarias de vergüenza y miedo y sus efectos en estos procesos intra e interpersonales tempranos. Sin embargo, sus experiencias vergonzosas distaban de ser rutinarias. El amplio rechazo, desprecio y disgusto que experimentaba al “socializar” dañó enormemente sus pocas experiencias positivas iniciales. Estas experiencias generalizadas de vergüenza y miedo se hicieron aún más traumáticas para su desarrollo porque no venían seguidas de experiencias de reparación rápida que le brindaran la tranquilidad necesaria para mantener cualquier posibilidad de un sentido positivo y estable de sí misma y un apego seguro. Como resultado, negaba los eventos de comportamiento asociados con la vergüenza y el miedo y reaccionaba cada vez con más rabia en respuesta a estas realidades hostiles y negativas. Dejó de buscar o responder a cualquier experiencia intersubjetiva que pudiera haber disponible. Más bien, su vida se llenó de un aislamiento emocional de sus padres cada vez mayor, junto con patrones de comportamiento destinados a controlar su entorno de manera defensiva y las primeras construcciones cognitivas que transmitían la sensación de que era mala y de que sus padres no la valoraban ni eran de fiar. Según Schore (1994), la severa vergüenza patológica que Katie experimentó mermó enormemente su capacidad de interiorización, que permite un apego diferenciado, y amenazó en gran medida su esquema inicial. La vergüenza de Katie era como un cáncer que se extendía por todo su ser psicológico. Impregnaba cada percepción, experiencia y comportamiento, y no dejaba aire ni luz para su crecimiento. No en vano J. S. Grotstein se refiere a la vergüenza generalizada como el “agujero negro” de la vida psíquica (citado por Schore, 1994). El excelente trabajo de Kaufman, Psicología de la vergüenza (1994), demuestra los efectos devastadores de la vergüenza generalizada en el desarrollo de la vida afectiva y, por ende, de la propia identidad.

 

El camino de Katie atravesó un terreno duro y estéril. Comenzó con terror, una niña en medio del ruido, el frío y el dolor. Cuando empezó a comprender ese terreno, pasó a la desesperación, una tristeza que reconocía lo que el núcleo de su self pedía a gritos sin respuesta. El terror y la desesperación crearon sus lágrimas, unas lágrimas que se secaron y le rompieron el corazón, pero que no hicieron crecer nada en la tierra. No supo lo que es sentirse aliviada por la presencia y el afecto de sus padres y no desarrolló la capacidad de calmarse a sí misma. No intentó complacer a sus padres, aprender sobre su mundo o volverse como ellos. Se embarcó en un viaje solitario en el que la manipulación, la ira, la evitación y el control —y no el amor ni la autonomía— son cruciales para la supervivencia. Cuando este viaje se vuelve irreversible, representa la muerte del alma. A los dos años de edad, el camino de Katie iba en esa dirección. No fue irreversible. De hecho, los profesionales no tienen la capacidad de predecir cuándo es imposible cambiar el funcionamiento de una persona. Solo podemos seguir desarrollando nuestros conocimientos y habilidades, conocer a la persona y su vida y ponernos a ello.

 

La vergüenza acompañó a Katie en su camino. La vergüenza impregnó su sentido del self y dejó su aroma en cada iniciativa e interacción que definió su joven vida. La vergüenza no es una compañera agradable. La alejó tanto de los momentos de alegría como de los sentimientos de valía y alegría, con la cabeza gacha y lejos de las miradas de disgusto de sus padres. La vergüenza imprime su mensaje en los músculos, el corazón y la mente: “Tienes defectos. No aportas alegría a los demás. Eres mala y no vales nada”.

 

Pero como ocurre a menudo, la vergüenza de Katie no se queda quieta, intentando no molestar. Más bien estalla con rabia una y otra vez. Al no conseguir su objetivo, hace que todo estalle. Y los que no consiguen su objetivo suelen sufrir. La vergüenza grita: “Vale, no lo he conseguido. No valgo nada. ¡Pero tú tampoco! Soy odiosa. ¡Y te odio! No sentiré el dolor que nunca se va. ¡Te lo infligiré a ti!”.

 

Katie no estaba a salvo. No era capaz de seguir un camino —el de la infancia— que precisa ser seguro para poder existir. No estaba lo suficientemente segura como para consolarse cuando estaba asustada, triste o sola. Tampoco estaba lo suficientemente segura como para arriesgarse a abrir su mente y su corazón lo necesario como para compartir la experiencia de la alegría con los demás. No, Katie no experimentó ni consuelo ni alegría.

 

Así era Katie cuando llegó a su primer hogar de acogida. No podía y no quería bailar como bailan los niños. Solo sentía la rabia con la que solía remediar su vergüenza, su terror y su desesperación.

 

Bibliografía

Hughes, D. A. (s.f.). Construir los vínculos. Cómo despertar el amor en niños profundamente traumatizados.

 

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