DESARROLLOS
QUE CONDUCEN A LAS DISOCIACIÓN Y A LA NO PERCEPCIÓN CRÓNICAS
La disociación de la
personalidad se mantiene a lo largo del tiempo en virtud de:
a) Puntos de ruptura crónicos -esto
es, de experiencias que sobrepasan la capacidad de integración;
b) La imposibilidad de desarrollar la capacidad
de integración;
c) La necesidad de relacionarse con unos
cuidadores que simultáneamente son necesitados y al mismo tiempo peligrosos y
atemorizantes;
d) La falta de apoyo social, de reparación
del conflicto de apego, y de habilidades de regulación:
e) La evitación fóbica condicionada de las
vivencias internas.
Puntos de ruptura crónicos
Las emociones
negativas abrumadoras (p.ej., temor, vergüenza y rabia, junto con
reacciones de bloqueo y apagado), el dolor
físico y los pensamientos negativos (p.ej., no merezco que me quieran)
precipitan un punto de ruptura (un momento crítico en el que las fuerzas
físicas, mentales o emocionales se desploman bajo el peso de la tensión o del
estrés), una especie de interruptor psicológico y fisiológico que salta.
La experiencia de los puntos de ruptura puede sucederle a
cualquiera ya sea niños o adultos. Sin embargo, los niños llegan a un momento
crítico con más facilidad debido a la inmadurez de las estructuras reguladoras
a nivel cerebral y a la limitación evolutiva en la capacidad de integración. La
presencia de unas condiciones en las que los puntos de ruptura son graves o
duraderos puede dar lugar a la disociación, a una división de la personalidad. Las
estructuras integradoras o reguladoras del cerebro infantil (p.ej. hipocampo y
la corteza prefrontal) no están lo bastante maduras, ni tenían las habilidades
cognitivas o emocionales necesarias como para poder proceder a integrar la
experiencia de los abusos sexuales. Además, puede que el niño carezca del apoyo
social adecuado para favorecer la integración. La persona puede vivir en un
estado crónico de sobrecarga, alternando entre la hiperactivación y la
hipoactivación. En el estado de hiperactivación, puede sentir una elevada
ansiedad y una alerta sensorial extrema, y realizar movimientos tensos,
rápidos. En el caso de hipoactivación, sus músculos se vuelven flácidos, sus
movimientos se enlentecen y sus sentidos se atenúan. En estos estados
fisiológicos, el pensamiento, la reflexión y la integración no pueden crecer y
dar lugar a una percepción realista. Los niños no disponen de la amplitud de la
experiencia vital de los adultos para poder encontrarle un sentido a lo que
está sucediendo, ni el suficiente apoyo relacional necesario para brindarle
tranquilidad, confianza y seguridad. No
pueden entender la traición de primera magnitud por parte de las personas
que quieren y en las que confía para su supervivencia.
Por ejemplo, una niña que ha sufrido abusos puede acumular
puntos de ruptura que deriven en diferentes sentidos de la identidad
discrepantes e incompatibles que se organicen en torno a determinadas
percepciones, emociones, pensamientos y acciones físicas que no pueda integrar
con el tiempo. Por ejemplo, puede ser lista y competente en el colegio y
funcionar bien en la vida cotidiana, pero evitar pensar o saber nada respecto
de los abusos sexuales. Más adelante, puede guardar sólo unos recuerdos muy
fragmentarios de su niñez. La parte infantil está bloqueada que es la que
sufrió los abusos sexuales, y se ha quedado perpetuamente estancada en el
miedo. La persona dice que esas cosas le pasaron a ella no a mí. La parte
observadora de los abusos sexuales le hecha la culpa a esa niña estúpida y
critica a la adulta por no ser capaz de ser jamás lo bastante buena. La
observadora juzga, avergüenza y se muestra crónicamente enfurecida; siempre
observando, pero sin ayudar jamás.
En
muchos pacientes, permanece intacto el conflicto insoluble entre darse cuenta
de lo que pasó y la necesidad de mantener el contacto con sus familias,
incluidos los autores de los hechos. El dilema estriba en aceptar lo que
sucedió y perder a nuestra familia, o mantener la disociación y conservar
nuestra familia. En razón de ello, la mayoría de los pacientes traumatizados,
se convierten en evitadores habituales, especialmente de sus propios
pensamientos, emociones, sensaciones y recuerdos que pudieran guardar alguna
relación con su pasado traumático y los abusos de la niñez.
El
dolor y el malestar son señales. Es decir, desempeñan un papel importante en
alertarnos respecto del hecho de que algo no va bien. Habitualmente, aprendemos
a hacerle frente y a tratar de resolver aquello que pudiera ser la causa de un
determinado dolor o malestar con objeto de evitar un dolor mayor. Permanecen
estancados en la paradoja del dolor que
consiste en que cuanto más evitan el dolor del pasado, en mayor medida el
sufrimiento del pasado se prolonga en el presente. Y cuanto más se prolonga en
el presente, en mayor medida los pacientes evitan el dolor y se refugian en la
no percepción.
Actuación del terapeuta:
La solución sería aceptar compasivamente, es decir, en
percibir realistamente el dolor ya sea este físico o emocional, lo que a la
larga puede conducir a una disminución del sufrimiento. Este es uno de los
principios más importantes de la terapia de aceptación y compromiso (ACT) y de
la terapia conductual dialéctica (TCD)
Las fobias
relacionadas con el trauma y que mantienen la disociación
Los pacientes con trastornos disociativos complejos han
desarrollado una serie de fobias a su propio mundo interior, relacionadas con
el trauma y que favorecen la evitación y la no percepción:
a) La
fobia a las vivencias internas (pensamientos, emociones, sensaciones,
predicciones, deseos, necesidades)
b) La
fobia a las partes disociativas de ellos mismos
c) La
fobia al apego y a la pérdida de apego
d) La
fobia a los recuerdos traumáticos
e) La
fobia al cambio adaptativo
La fobia a la
experiencia interna forma parte de un conjunto mucho más amplio de
fobias relacionadas con el trauma, que también incluyen la fobia a las partes
disociativas; la fobia a los recuerdos traumáticos, la fobia al apego ya a la
pérdida del apego y la fobia a asumir los riesgos adaptativos y al cambio
adaptativo. Cada una de las distintas partes disociativas se encuentran
relativamente aislada de las otras partes en virtud de dichas fobias, las
cuales se ven mantenidas por los conflictos y recuerdos dolorosos que todavía
no es posible percibir, y por las estrategias de evitación.
Por ejemplo, una parte furiosa puede tener los brazos
tensos y una expresión facial hostil, y sentir repugnancia y asco hacia una
parte disociativa carenciada y emocionalmente dependiente y castigar a la
paciente cada vez que expresa alguna necesidad. La parte emocionalmente
dependiente, que adopta una postura corporal hundida y realiza acciones
asociadas a conductas de aferramiento, se siente desbordada, criticada y
atemorizada por la parte disociativa furiosa. La razón subyacente de evitar la
parte carenciada y emocionalmente dependiente es que la necesidad humana básica
de afecto y de cariño, es algo inaceptable e incluso peligroso para la niña. La
parte furiosa trata de asegurarse la supervivencia rechazando estas
necesidades. Cuanto más se evitan mutuamente las partes disociativas, más
probable será que la amnesia haga su aparición y se prolongue, perpetuando
adicionalmente la disociación.
Tenemos una evitación innata y determinada biológicamente
al dolor grave que tiene como función asegurar la supervivencia y desempeña un
papel importante en hacer que a la larga la vida sea más segura y menos
dolorosa. Las personas traumatizadas evitan percibir o tener ningún contacto
con el pasado doloroso con objeto de tratar de seguir adelante en el día a día,
de poder sobrevivir. Esto es normal por un tiempo. La evitación a corto plazo,
durante un período breve de tiempo, con objeto de ponerse a salvo y de reunir
los recursos necesarios para poder afrontar y tratar de resolver las
experiencias traumáticas, es algo sano y con frecuencia necesario. Pero la
evitación y no percepciones crónicas se convierten en acciones sustitutivas que
reemplazan a la percepción realista y conducen a tener dificultades serias.
Los pacientes
disociativos presentan un estilo de apego inseguro a las que se conoce con el
nombre de apego desorganizado/desorientado o apego-d. Este
tipo de apego incluye un conflicto insoluble entre la necesidad simultánea de
defensa y de apego en relación con la misma persona importante, vital. Dicho
apego correlaciona fuertemente con la disociación crónica y los trastornos
disociativos. El apego desorganizado implica un defecto en la regulación adaptativa y la reparación relacional, lo
que desemboca en una desregulación
fisiológica, conductual y emocional, y en la aparición de problemas con las representaciones mentales
objetivas y fieles a sí mismo y los demás.
Una niña puede estar atrapada en un dilema entre necesitar
a sus padres abusivos y maltratadores al tiempo que necesitar defenderse del
peligro procedente de ellos. La disociación acontece, por tanto, entre la
imbricación social en la vida cotidiana, lo que incluye las estrategias de
apego, por un lado, y las defensas animales innatas, rígidas, frente a la
amenaza (llanto de apego, inmovilidad, huida, ataque, desfallecimiento y desmayo),
por otro.
La amenaza crónica procedente de un cuidador vitalmente
necesitado “excede la capacidad limitada de la mente del niño muy pequeño para
organizar unas experiencias conscientes coherentes o unas estructuras mnésicas
unitarias. Tiene que buscar y tratar de localizar a sus cuidadores en razón de
sus necesidades físicas y emocionales esenciales, al tiempo que evitando el
hecho de que estos mismos cuidadores podían ser peligrosos. Tienen que
defenderse del peligro y de la amenaza mortal al tiempo que siente el impulso
natural de relacionarse y de, con ello, poder satisfacer sus necesidades más
elementales. Una vez que el niño se disocia, una parte (o más) del niño evitará
el contacto emocional en favor de la defensa frente a la amenaza, al tiempo que
otras partes disociativas buscarán frenéticamente relacionarse, y otras más se
limitan a seguir adelante con la vida cotidiana como si no existiera ningún
peligro. Cada una de las partes
disociativas tiene sus propias representaciones mentales, emociones, pensamientos,
predicciones, movimientos y posturas corporales, sobre la base de la
defensa en cuestión que se ve activada.
En el caso de la traumatización crónica, la evitación del dolor se ve complicada por la
culpa y la vergüenza crónicas, y por las defensas innatas frente a
la amenaza: huida, ataque, inmovilidad/paralización, desfallecimiento
(enlentecimiento) y desmayo (colapso) se convierten en un hábito. Diferentes
partes disociativas de la personalidad pueden quedar fijadas a estas defensas.
La ausencia de una percepción realista está implícita
cuando estas defensas se han vuelto habituales en las personas traumatizadas,
derivando en una cascada de déficits de integración que perpetúan las
reacciones traumáticas a lo largo del tiempo. Cuando los seres humanos tienen
miedo, se activa una o más de estas defensas innatas y procedemos a buscar
posibles indicaciones de peligro, aunque no exista ninguna. El niño que tiene
miedo de los monstruos que supuestamente están dentro del armario de su
habitación no le ayudan las palabras: No te preocupes, ahí no hay ningún
monstruo. El cuerpo del niño refleja el miedo y al mismo tiempo contribuye a
mantenerlo o aumentarlo en virtud de la tensión somática, la cual puede indicar
una disposición a salir corriendo, a contraatacar o a quedarse paralizado por
el miedo. En lugar de la lógica racional el niño tiene que sentir una sensación
subjetiva de seguridad con objeto de favorecer la percepción realista, ya sea a
través de una presencia física de los padres, o a través de ciertos rituales
realizados antes de dormir y que envuelven al niño en una sensación de
seguridad y de bienestar. Entonces el niño podrá hacer uso del apego seguro
(real o simbólico) como un regulador fisiológico que disminuye la activación
asociada al miedo, aquieta la neurocepción asociada a la valoración de la
presencia de un supuesto peligro o amenaza, y desactiva las defensas innatas.
Gradualmente, con el tiempo el niño aprenderá a distinguir entre los miedos que
tienen su origen en su propio mundo interior, por un lado, y la realidad
externa, por otro; y desarrollará la capacidad de calmarse y tranquilizarse él
solo (habilidades de autorregulación)
en caso necesario.
Cuando el miedo o la vergüenza se ven crónicamente
activados en una parte disociativa, estas emociones son relativamente
inaccesibles a ser cambiadas o resueltas por el paciente sin la ayuda externa
(regulación relacional), en parte debido al desarrollo de unos hábitos ya no
únicamente emocionales cuando igualmente físicos y neurales que mantienen estos
estados desregulados. De ello se pueden derivar unos hábitos somáticos
crónicos:
a) La
tensión y la activación fisiológica elevada habituales, que pueden ser un
reflejo del miedo
b) Los
ojos mirando hacia abajo, la cabeza baja, la postura endeble y carente de
firmeza, junto con una activación fisiológica disminuida, que de forma
característica constituyen un reflejo de la vergüenza.
De
este modo, en virtud de los hábitos emocionales y somáticos, las defensas
frente a la amenaza continúan generándose internamente, sin cesar, en un bucle
de feedback.
El adulto puede saber, contemplándolo desde una perspectiva
adulta, que no corre ningún peligro, este conocimiento cognitivo tiene una
influencia escasa sobre las partes disociativas que permanecen fijadas al
miedo.
Actuación del terapeuta:
El paciente deberá acceder a las partes disociativas,
ayudándole a descubrir los hábitos somáticos y emocionales que contribuyen a mantener
estas defensas, y permitiéndole sentir una sensación de seguridad con objeto de
proceder a realizar cambios adaptativos.
Bibliografía
Van Der Hart, O., Steele, K., & Boon, S. (2018). El
tratamiento de la disociación relacionada con el trauma. Bilbao: Desclée De
Brouwer, S.A.
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